SEMANA.COM, 31 agosto 2013
Muchos problemas del sector, que encendieron el paro, son solucionables. Otros, estructurales, necesitan políticas de fondo.
El paro promovido por algunos productores del sector agropecuario, antes de que fuera opacado por los actos violentos, puso varios temas sobre la agenda del país. El primero, y más notorio, es la falta de una política de Estado que defina cuál es el modelo de agricultura que necesita el país, que sea rentable y donde quepan todos: grandes, medianos y pequeños productores. Precisamente por la ausencia de una verdadera agenda agraria se viene aplicando una política paliativa que acude a los subsidios para apagar incendios y que no resuelve la raíz del problema.
El segundo tema es que el campo colombiano sigue arrastrando serios problemas estructurales que los distintos gobiernos no ha logrado superar, como las pésimas vías para sacar los productos de las fincas –lo que eleva los costos de transporte– o las fallas en la cadena de comercialización en la que el campesino suele ser el eslabón más débil.
El tercer tema que ha quedado en evidencia en esta revolución de las ruanas es la incapacidad del gobierno de anticiparse a los problemas y buscar soluciones antes de que estallen en sus manos. Muchas de las quejas y preocupaciones expresadas en el paro agrario –como costos de fertilizantes, falta de crédito, aumento en importaciones y contrabando– se conocían de tiempo atrás.
Pero también ha quedado al descubierto la debilidad institucional de los gremios agropecuarios del país, pues no es posible que el gobierno tenga que negociar con las llamadas ‘dignidades’ que son productores no asociados, lo que abre las puertas a que se filtren otros intereses, incluidos los políticos, y muchos pesquen en río revuelto, como ha venido pasando. Aunque existe la Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc), esta no ha sido el interlocutor del gobierno para negociar con los productores del campo.
El último y cuarto hecho, no menos grave, es que se está sentando un mal precedente en el país y es acudir a las vías de hecho, como mecanismo de presión, para que el gobierno atienda los problemas de los campesinos. Así ocurrió con los cafeteros en marzo pasado, con los del Catatumbo hace unas semanas, y ahora se repite con los paperos, cebolleros, y lecheros de Boyacá y otros departamentos.
Todos los puntos anteriores son relevantes en el análisis del actual paro campesino, pero en los dos primeros, es decir, en los factores estructurales y las políticas públicas agrarias, está la raíz del problema.
Ciertamente, no son temas nuevos, pues vienen de tiempo atrás. Y aunque el gobierno Santos desde un comienzo anunció que el agro sería una de las locomotoras de su plan de desarrollo, tres años después la asignatura sigue pendiente. En la dimensión política del campo, este gobierno ha sido vanguardista al abanderar la Ley de Tierras y de Víctimas. En donde ha fallado es en la vocación productiva del campo.
A decir verdad, no han faltado las tormentas en este gobierno. Al exministro Juan Camilo Restrepo le tocó bailar con la más fea tan pronto llegó a la cartera agropecuaria. La ola invernal dejó inundadas más de 1 millón de hectáreas, acabó con las pocas vías terciarias y secundarias que había, dañó los distritos de riego, generó una mortandad bovina y toda la atención se tuvo que enfocar en atender esta emergencia.
Pero la verdad es que el programa de restitución de tierras le ocupó al ministerio la mayor parte del tiempo y la política agraria, la que busca aumentar la productividad y competitividad del campo, y la que busca proteger a los pequeños productores, quedó relegada a un segundo plano.
Esta es la hora en que el ministerio todavía no ha terminado la reestructuración para fortalecerse institucionalmente. La creación del Viceministerio de Desarrollo rural todavía está pendiente, algo que es fundamental para enfocarse en los temas puntuales de esta cartera que ahora han brotado como un volcán.
Ahora bien, un hecho que resulta bastante diciente y que demuestra que no hay una política agraria sólida o por lo menos coherente es el presupuesto asignado a la cartera agropecuaria para el próximo año. Aunque el gobierno ahora anunció que lo corregirá, el que presentó hace un mes al Congreso contemplaba una reducción del 38 por ciento en la inversión de este ministerio. Según expresó el propio ministro, Francisco Estupiñán, significa aplazar importantes programas de inversión, entre ellos el riego y el drenaje.
El coctel molotov
La verdad es que en la actual crisis del agro hay una mezcla de muchos elementos. Como dice el presidente de la SAC, Rafael Mejía, hay que entender cómo funciona la economía agrícola para tomar las decisiones correctas y no equivocarse en el diagnóstico.
Por ejemplo, es exagerado echarle toda la culpa de la actual situación, como viene haciendo carrera en algunas partes, a los tratados de libre comercio. Las importaciones grandes de alimentos no proceden propiamente de Europa y se estima que de los contingentes aprobados en el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos no han llegado ni el 3 por ciento. Realmente las mayores cifras de importaciones se registran con Perú y Ecuador, países con los que Colombia tiene acuerdos comerciales, por la vía del Pacto Andino, desde hace 40 años.
Esto significa que, por ahora, el efecto de los TLC no se ha visto, lo que no quiere decir que no se sentirá en la medida en que se vaya avanzando en las desgravaciones arancelarias. Es decir, el tema de las importaciones baratas se va a agudizar con la implementación de los TLC y detrás de eso tiene que haber una política seria para mejorar la competitividad del agro colombiano. De lo contrario, la próxima revolución de las ruanas será aún más fuerte.
Ahora bien, dentro de los múltiples problemas que tiene el campo, el que más se ha palpado últimamente es el de la pérdida de rentabilidad, sobre todo de los pequeños. Las causas son muchas y no siempre son las mismas para todos los cultivos. En general, lo que se está viendo es un aumento en los costos de producción y una caída en los precios de venta. Algunos productores, como los paperos, sostienen que están trabajando a pérdida.
En la más reciente encuesta de Opinión Empresarial Agropecuaria que hace la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), quedó reflejada esta realidad. El 42 por ciento de los productores encuestados en junio, aseguró que su producción se ha visto seriamente afectada por la caída en los precios de venta, una tendencia que ha venido en aumento. Al mismo tiempo, afirman que el costo de los insumos los está asfixiando. Ocho de cada diez encuestados se quejan de lo elevado de estos. Lo más grave es que por primera vez en cinco años, la opinión de los productores agropecuarios sobre su situación económica indica un pesimismo sin precedentes.
En el tema de los costos de producción, se presenta un problema al que el gobierno no le había parado bolas hasta ahora y es el de los fertilizantes. Aunque los industriales dicen que los precios han bajado en promedio 18 por ciento, los campesinos alegan que siguen siendo muy altos frente a sus vecinos. El asunto es que en Ecuador y Venezuela los precios están subsidiados por el Estado.
Ahora bien, en este asunto de los fertilizantes hay otra realidad para tener en cuenta y es el transporte. Por ejemplo, una tonelada de úrea –principal fertilizante– puesta en Buenaventura cuesta 900.000 pesos, pero al llevarla a las ciudades y luego despacharla a los centros de producción agropecuaria, sube a 1.100.000 pesos. La diferencia está en el costo del transporte y en este sentido, hay que decir que el mayor enemigo del campo, y de todos los empresarios del país, es la precaria infraestructura que tiene Colombia.
Los altos costos del transporte se han convertido en uno de los principales cuellos de botella en la competitividad y son una de las causas del encarecimiento de los productos. Por ejemplo, mientras que movilizar un contenedor de 28 toneladas entre Bogotá y Cartagena cuesta 3.200 dólares, de Cartagena a Shanghái, que es 15 veces más lejos, vale 1.100 dólares. El mal estado de las vías y la falta de carreteras adecuadas hacen que estos costos se tripliquen en el país.
El Informe Nacional de Competitividad señala que los elevados costos de transporte, que representan más de la mitad del total de los costos logísticos de las empresas, demuestran lo poco competitivo que es el país en esta materia y dice que transportar carga en Colombia es el doble de costoso que hacerlo en México.
Y ni hablar de las vías terciarias que se encuentran en pésimas condiciones. Estas les pasan una dura factura de cobro a los pequeños agricultores al momento de sacar el producto de sus fincas apartadas y llevarlas a los centros de comercialización.
Otro elemento que ha jugado en contra de la rentabilidad es la tasa de cambio. La revaluación del peso ha sido un dolor de cabeza para los exportadores agropecuarios, específicamente los cafeteros, que fueron los que iniciaron la protesta agropecuaria en marzo a la que se les pegaron los otros productores.
Como si no faltaran los problemas, el contrabando es otro tema que está afectando muchísimo al sector agropecuario. Según los datos de la Policía Fiscal Aduanera (Polfa) las aprehensiones de arroz han aumentado este año 17 por ciento en volumen; las de azúcar 24 por ciento; las de carne ciento por ciento; las de frutas 146 por ciento; las de leche 185 por ciento; las de huevos 18 por ciento y las de atún 98 por ciento.
Claramente se trata de una competencia desleal para los agricultores porque son productos que llegan a precios muy inferiores, incluso por debajo de los costos de producción.
En materia de precios, la cadena de comercialización es un tema muy crítico y sobre el que todavía el país no ha dado un gran debate. Los productores agropecuarios se quejan de que ellos no ponen el precio a sus productos, pues la ecuación se invirtió y son los grandes industriales los que determinan a cómo compran.
Es cuando menos paradójico que mientras los precios de los alimentos, según la FAO, se mantienen altos en todo el mundo, los agricultores colombianos no se hayan visto favorecidos por esta circunstancia. La razón, según ellos, es que los industriales y los intermediarios de la cadena se llevan los aumentos que deberían ser para los que cultivan el campo, es decir los más vulnerables.
Lo que resulta extraño es que el gobierno ya conocía todos estos problemas que han salido a flote con este paro, y hubiera podido aplicar hace mucho tiempo las soluciones que les ha ofrecido a los campesinos para mitigar los efectos de la crisis. Muchos estudiosos del campo lo han señalado hace varios años.
En el tema de los fertilizantes se viene trabajando con los cafeteros desde el paro de marzo. Sobre las salvaguardias para evitar la importación de ciertos productos o el tema de los aranceles, para controlar la llegada a precios irrisorios, se debió tomar hace meses, pues el problema no surgió de la noche a la mañana y estos mecanismos existen.
En síntesis, el descontento en el campo es estructural, viene de atrás y, por lo tanto, era previsible. En marzo, cuando salieron las cifras de pobreza, que mostraron una reducción en las ciudades, en el campo no se vio mejoría. Según el Dane, la pobreza extrema en el sector rural es el doble del total nacional, pues llegó a 22,8 por ciento.
Ahora lo importante es que, así sea por este paro, el sector agropecuario retornó a la agenda nacional. Esta podría ser la oportunidad para que se defina de una vez por todas cuál será el rol que tendrá el modelo de desarrollo agrícola en el que quepan todos, grandes, medianos y pequeños.
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