domingo, 15 de septiembre de 2013

Editorial: La sencillez, un arma dura

ELTIEMPO.COM, Por:  13 de Septiembre del 2013

Los primeros seis meses de Francisco muestran a un papa complejo que intenta devolver a la Iglesia sus virtudes primigenias dando ejemplo de pobreza y humildad, pero al mismo tiempo puede actuar con severidad y firmeza.
Adivinanza: el hombre del que hablamos es soltero, tiene 76 años, se levanta temprano, usa zapatos gastados y antes de manejar un Renault-4 modelo 1984 solía montar en bus y en metro. Vive en una habitación doble, cómoda pero no lujosa, dentro de una residencia para personas como él; es hincha del fútbol y tiene marcado sentido del humor. Pero, cuando se presenta en público, es capaz de atraer a más de dos millones de seguidores, como lo demostró en julio en las playas de Río de Janeiro. No es un famoso artista pop, ni un deportista célebre, ni un líder político. ¿Quién es?
Cuando el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, fue elegido papa el 13 de marzo, era muy conocido por sus pares, pero poco por los católicos del mundo, así que sorprendió ver a un latinoamericano en el balcón de los pontífices. Los primeros datos arrojaron opiniones divididas sobre su actuación durante la dictadura militar argentina, pero todos coincidían en que era un tipo sencillo y afable.
Con estas armas –sencillez y simpatía– y con el nombre que llevó hace ocho siglos el “mínimo” Francisco de Asís, llegó al Vaticano este jesuita. Con ellas está dictando lecciones de humildad y pobreza, aunque también pretende limpiar rincones oscuros y desmontar el poder que han adquirido determinados grupos dentro de la jerarquía católica.
Hasta ahora, el papa ha llevado a cabo, a través de símbolos y ejemplos, el apostolado que pretende devolver a la Iglesia su modestia y pobreza primigenias. Prescindió de las alcobas ostentosas en el palacio Vaticano; colgó las capas, zapatillas de marca y alamares con que sus predecesores deslumbraban; mandó al garaje los papamóviles, que aislaban en una burbuja blindada al santo padre; estableció comunicación directa con sus subordinados y su pueblo, hasta el punto de que a menudo él mismo marca el teléfono o lo responde. Hace pocos días se opuso a la iniciativa de convertir los conventos y templos vacíos en hoteles o restaurantes rentables; prefirió que fueran asilos de refugiados, sin importar la religión que estos profesen.
Pero el papa Francisco también tiene un lado duro y ejecutivo. Sin que le temblara la mano, realizó una purga en el criticado Banco Vaticano y entregó a las autoridades italianas a monseñor Nunzio Scarano, que lavó dinero en sus arcas. Denunció también a un grupo de presión homosexual incrustado en la jerarquía, cuestionó si el anunciado ataque a Siria no sería más bien una excusa para vender armas, y acaba de apartar al cardenal Tarcisio Bertone, jefe de un sector sectario de la curia, por un hábil diplomático: monseñor Pietro Parolin.
Quizás algunos esperaban que el papa abriera de inmediato las puertas a varios clamores de muchos católicos: la tolerancia hacia los gays, la ordenación de mujeres, el celibato sacerdotal... En esta materia se ha limitado a citar viejas doctrinas que parecían enterradas. Cuando dijo a los periodistas “¿Quién soy yo para juzgar a los homosexuales?”, solo ensayaba una variación del aserto de Cristo: “No juzguéis si no queréis ser juzgados”. También ha dicho su papado que el celibato no es norma inamovible, cosa bien sabida porque, desde el propio Pedro, ha habido no pocos papas casados.
Los primeros seis meses del papa Francisco demuestran, en suma, que, como afirma un reciente libro del especialista británico Paul Vallely, es una figura mucho más compleja y fuerte de lo que parece.

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