Por: GABRIEL SILVA LUJáN , ELTIEMPO.COM, 22 de Septiembre del 2013
Gabriel Silva Luján
Al país lo quieren definir políticamente, por la vía del sectarismo y la polarización, entre uribistas y antiuribistas. No hay que dejarse.
Nuestro país ha sido bipartidista desde sus orígenes. Las divisiones políticas entre los colombianos han sido generalmente binarias: uno o cero, blanco o negro. Desde la guerra de la independencia se fraguó un abismo entre Bolívar y Santander. Cada líder representaba una visión para la patria. Como todo en política se simplifica, Bolívar simbolizaba la autoridad y Santander, la institucionalidad.
Esas divisiones excluyentes, sin duda, contribuyeron a plantar la semilla de lo que sería el alma política de nuestro pueblo. De allí derivaron todas esas versiones de lo mismo. La guerra a muerte, literalmente, entre centralistas y federalistas. La lucha entre los defensores de la preeminencia de la Iglesia y los anticlericales; entre los artesanos y los comerciantes; entre los liberales y los conservadores.
Los colombianos tenemos una arraigada propensión a definirnos políticamente de manera rotunda y excluyente. Esto quiere decir que preferimos afiliarnos a uno de dos bandos contrapuestos a optar por el camino de construir expresiones políticas dentro de un abanico más amplio de opciones ideológicas.
No quiero decir con esto que no se hayan hecho esfuerzos en esa dirección. La Anapo y Rojas lo buscaron; Gaitán, Alzate, Belisario Betancur y Galán lo quisieron; Alternativa, el Partido Comunista, el Moír, desde la izquierda, lo soñaron.
A pesar de que muchos lo han intentado con relativo, pero efímero, éxito, los colombianos tenemos una propensión peligrosa hacia esa definición bipartidista de la política colombiana, que ha caracterizado nuestra historia. Mucha sangre y mucho dolor se le deben a esa cultura política.
Nuestra experiencia con el bipartidismo no ha sido buena. En otras latitudes les ha ido mejor. Aquí, el sistema de dos partidos ha llevado al caudillismo, al sectarismo y la violencia, donde la afiliación a una colectividad es más parecida a una religión que a una convicción.
Hemos tenido una historia de bipartidismo malsano y violento. El control hegemónico del Estado, como principal canal de distribución del excedente colectivo, fue el detonador de muchas décadas de guerras civiles y conflictos internos.
Un panorama político pluralista, en cuanto a la presencia de una diversidad de fuerzas partidistas, aminora y limita el funcionamiento del mecanismo perverso del bipartidismo, dado que el nivel de fiscalización política y de representación de multiplicidad de intereses garantiza mayor equilibrio y transparencia. Por eso, el pluralismo es una amenaza al clientelismo, a la corrupción y el amiguismo, heredados de nuestro pasado.
El experimento pluralista que ha vivido Colombia gracias a la Constitución del 91, con el florecimiento de múltiples partidos, ha sido inmensamente benéfico para la democracia. Los ciudadanos han encontrado espacios de expresión política que cobijan a un amplio espectro de matices ideológicos. Además, el sistema de balances y contrapesos, con múltiples actores partidistas, ha sido eficaz para mejorar la gestión pública.
Hoy estamos en una coyuntura donde el lobo del bipartidismo está, otra vez, asomando las orejas. Al país lo quieren definir políticamente, por la vía del sectarismo y la polarización, entre uribistas y antiuribistas. No hay que dejarse. Llegó la hora de romper con el pasado y defender el pluralismo. Ese es el camino hacia la paz y hacia una sociedad incluyente y democrática.
Díctum. Una lista donde hay cien, pero solo importa uno. Típico. El pastor y sus borreguitos.
Gabriel Silva Luján
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