ELESPECTADOR.COM, 10 Sep 2013 -
Por: Cecilia Orozco Tascón
Esta democracia está tan dislocada que las crisis políticas se resuelven a las carreras mientras que la solución de las que se relacionan con la rama judicial –base de la convivencia social– se dejan para después, hasta cuando ocurra un nuevo escándalo.
De los paros, salió algo bueno: los campesinos existen por primera vez en la agenda pública. Pero ¿qué pasó después del tsunami provocado por la reforma a la justicia con la que pretendían apuntalar sus intereses unos magistrados clientelistas que hoy ocupan buen espacio en las cortes, y que son los dueños de los nombramientos y, no pocas veces, hasta del sentido de las decisiones? Nada. ¿Quién va a castigar a los miembros venales de los altos tribunales? ¿La Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes? No me hagan llorar de la risa.
Debido a este contexto, la tutela fallada por una sala de dos magistrados de la Corte Suprema a favor del fiscal Eduardo Montealegre, deja un sabor agridulce. Agrio porque resultó, mágicamente, beneficiando a unos terceros no vinculados a la tutela, los magistrados del despreciable Consejo Superior de la Judicatura investigados por el ‘carrusel de las pensiones’. Dulce, porque frena la locura de poder y venganza que parece haber invadido a la funcionaria que dirige la Contraloría General y que ella usa contra quien ose enfrentarla, como era evidente en el asunto Montealegre ¿Qué iba a imaginarse el fiscal que su argumentación jurídica sobre el fuero que lo cubre y que impide que la Contraloría lo investigue, terminaría por ser aprovechada por los falladores de la Corte Suprema para favorecer a los magistrados de la Judicatura, Henry Villarraga y Julia Emma Garzón, señores de regular fama que les dieron puesto, por dos y tres meses, a jueces que aspiraban a retirarse con pensiones de $14 millones en vez de $2? Pues así resultó la sentencia: una carambola a cuatro bandas. En su esencia, dice: “prevenir a la Contraloría… (de) iniciar o proseguir investigación alguna contra (todos) los funcionarios aforados constitucionalmente”. Pero antes, los firmantes de la tutela se habían ocupado de mencionar explícitamente a “los magistrados del Consejo Superior de la Judicatura”. Con esta decisión, Villarraga y compañía se salvaron de asistir a la audiencia de ayer, donde tendrían que rendir explicaciones ¡Qué oportuna decisión!
Hagamos una composición de lugar:
En la Judicatura del carrusel tienen asiento ahora, gracias a que sus excolegas de la Suprema votaron por ellos, dos exmiembros de esa corte que no brillan por sus decisiones sino porque se las arreglan para dominar el ambiente: el cartagenero Francisco Ricaurte y su pareja, Pedro Munar. Uno de los dos que falló la tutela del fiscal Montealegre, extensiva, como caucho, a Villarraga y Garzón, fue el cartagenero Gustavo Enrique Malo, que llegó a la alta magistratura con el apoyo intenso de Ricaurte. La presidenta de la Suprema, la santandereana Ruth Marina Díaz, también se mueve como pez en el agua –no en vano se relaja en cruceros caribeños– en esos enroques de corte a corte (ella misma pretende pasar a la Constitucional el año entrante). Al mismo tiempo en que se resolvía la tutela, ella destrabó, de repente, el nombramiento de cinco magistrados que llevaba dos años en problemas. Los nuevos togados quedaron bien repartidos: dos eran magistrados auxiliares de la Sala Laboral, antigua sede de Ricaurte. Dos, son oriundos del departamento de la paseadora. Y el quinto, viene de la Procuraduría, del (sorpresa) también santandereano Alejandro Ordóñez ¿De qué hablamos, entonces? ¡De otro carrusel! ¿Cómo van a sancionar el primero, si practican el segundo?
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