ELTIEMPO.COM, EDUARDO BEHRENTZ, 19 de Julio del 2013
Eduardo Behrentz
Pobre familia, pobre país y pobre sociedad sin justicia que será el legado para nuestros hijos.
No es fábula, ficción, ni símil literario. El mismo día del mediático asesinato del agente norteamericano en un taxi de Bogotá, mi primo corrió similar suerte. En el más grotesco coctel de indolencia e inmoralidad, sus verdugos atravesaron pausadamente el vestíbulo de su próspero negocio en el noroccidente de la ciudad y a plena luz del día, y en presencia de múltiples testigos mudos, incluyendo a su hijo de escasos años (a quien llamaré Óscar en esta pieza), le dieron muerte con arma de fuego. Con la frialdad de quienes creen tener plena autoridad para sus acciones, se dieron media vuelta y partieron sin apurar el motor del vehículo de escape.
Quienes no lo conocieron dirán que algo habrá hecho, que algún error terrible habrá cometido, o se aventurarán a proponer la posibilidad de alguna deuda o cuenta pendiente. En el homenaje que le hago en estas líneas no entro en tal discusión. Aún quedamos quienes pensamos que la vida es sagrada. No hay razones ni explicaciones adicionales necesarias.
El pequeño Óscar, gozando de la bella ingenuidad de la niñez, indagó en más de una ocasión en la misa de difuntos en qué momento su papá saldría del cofre para unirse a su juego del momento. Me pregunté cómo le explicamos que no hay regreso mientras agradecía que a mi primogénito, de similar edad, aún le puedo ocultar la verdad del país que será su herencia.
Mientras en La Habana poco se habla de víctimas y de justicia y en Bogotá se manipulan cifras y estadísticas para decirnos que todo está bien, el crimen de mi primo (a diferencia del caso del agente estadounidense) se sumará al infinito y escandaloso prontuario de impunidad de nuestra sociedad. Tan claro lo tenemos que en su sepelio fueron pocas las voces que clamaban justicia. En su lugar, en evidente testimonio de su vida y obra, se repetía incesantemente su talante de padre, hermano e hijo inmejorable y se recordaban historias de su ambición de éxito y su permanente anhelo de brindar bienestar a quienes lo rodeaban.
Me hallé deseando por un instante que no conozcamos nunca la verdad. Este podría ser mejor desenlace que saber capturado a un asesino solo para verlo luego liberado o condenado a penas irrisorias en el marco de corrupción e irresponsabilidad histórica y centenaria de nuestro sistema judicial. Tal vez prefiero cerrar el capítulo y quedarme con el buen recuerdo de quien me inició en el vicio del tabaco mientras fracasaba en sus intentos de transmitirme su destreza en el juego del billar.
Durante la homilía me encontré rechazando en silencio la declaración del presbítero que aclaraba nuestra obligación católica de otorgar un perdón no solicitado a los autores de la atrocidad mientras era testigo de la vida que daba inicio para una viuda y un huérfano más de nuestra dolida patria. Todo esto mientras la matrona, vestida de negro, le explicaba al séquito que la acompañaba la más simple de las verdades: en una sociedad viable son los hijos quienes entierran a sus padres.
Me demoré en escribir estas líneas esperanzado en encontrar inspiración en el insomnio que sobreviene a la tragedia para poder llegar a alguna conclusión o reflexión que fuese de valor para la audiencia de mis letras. No lo logré. En la frustración y el sinsentido que aún nos agobia, sólo se me ocurre enviarles a los asesinos de mi primo un mal deseo por cada sollozo y cada lágrima derramada en su nombre. Y rematar con mi propio lamento: pobre familia, pobre país y pobre sociedad sin justicia que será el legado para nuestros hijos.
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