ELESPECTAADOR.COM, 21 Jul 2013
Por: Álvaro Forero Tascón
El pesimismo nacional que reflejan las encuestas puede deberse al alto nivel de incertidumbre sobre el futuro del país generado por el cambio de las certezas de la guerra a los riesgos de la paz.
Que sólo el 33% de los colombianos considere (encuesta Gallup, junio) que el país va por buen camino, no se compadece con el hecho de que por primera vez en cincuenta años se ve luz al final del túnel del mayor problema nacional.
La incertidumbre tiende a generar ansiedad y duda, y reduce las certezas positivas que generan confianza, que es un requisito para el optimismo. Colombia venía de un largo período de autocomplacencia con el hecho de haber mejorado los niveles de seguridad, situación que le había permitido mejorar la certidumbre sobre el futuro. Una de las técnicas para descalificar al competidor es sembrar incertidumbre sobre los posibles resultados. Quizás nada perjudicó más a Antanas Mockus en las elecciones presidenciales anteriores que la incertidumbre que se generó sobre un eventual gobierno suyo.
Sin embargo, la incertidumbre es parte esencial del progreso. Como sostiene Ronald Heifetz, para liderar hay que romper el equilibrio existente, el statu quo. Para llegar a nuevos equilibrios, que es en el fondo lo que busca el liderazgo, primero hay que generar desequilibrios, y éstos producen incertidumbre. Cuando no lo hacen, o no se trata de cambios reales, o la fórmula es ineficaz. Los cambios profundos requieren procesos de adaptación, y a mayor cambio, mayor dificultad de adaptación.
La propuesta de autoridad logró fácilmente el consenso porque no implicaba grandes riesgos para los ciudadanos. La estrategia la ponía Estados Unidos; el grueso de los recursos iniciales, ese país y los más acaudalados con el impuesto de guerra; los muertos los seguían poniendo los campesinos pobres. El resultado era predecible: como no se buscaba solucionar el problema de la violencia, sino generar seguridad devolviendo a las Farc a sus zonas de influencia histórica para que no siguieran tocando las zonas urbanas, era fácil predecir mejoras notables. Por el contrario, la paz tiene un costo alto para los ciudadanos. Primero implica renunciar al odio por las Farc (que ha sido el factor de unidad ciudadana más eficaz en la historia colombiana), renunciar a la venganza militar y judicial, aceptar la participación política del enemigo, reconocer que se requieren ajustes en el modelo político, económico y social, y renunciar a la economía de guerra.
Pero los colombianos estarían más dispuestos a abandonar la falacia cómoda de que es más costosa la paz que la guerra, si tuvieran menores niveles de incertidumbre sobre el desenlace del proceso. En eso debe ayudar el Gobierno, porque el líder debe asegurarse de que sus seguidores cuenten con elementos que les permita construir la confianza que justifique los sacrificios. El discurso del pasado 20 de julio parece indicar que el presidente asumió la tarea de generar optimismo sobre la paz, de jugársela a fondo por el proceso. Falta que las Farc hagan lo propio. Reducir la incertidumbre no requiere silenciar los fusiles, por ahora, sino empezar a mostrar hechos y palabras de reconciliación. No se le puede pedir reconciliación a los ciudadanos si, primero, las Farc no se reconcilian con el país. Que sólo el 33% de los colombianos considere (encuesta Gallup, junio) que el país va por buen camino, no se compadece con el hecho de que por primera vez en cincuenta años se ve luz al final del túnel del mayor problema nacional.
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