POR: Gustavo
Páez Escobar
No
ha habido Gobierno del país en varios años atrás que no anuncie mano dura
contra la corrupción. Todos llegan animados por el mismo propósito, a sabiendas
de que se trata de uno de los mayores flagelos que azotan la vida nacional. Y a
poco andar, comienzan a aparecer los casos más aberrantes de descomposición en
el propio ámbito estatal, y a veces desde las posiciones más altas de la
administración.
Echar
mano a los bienes del Estado, valiéndose de los pervertidos sistemas de
soborno, de celebración de contratos fraudulentos y toda suerte de artimañas,
se ha convertido en un ejercicio corriente, cometido en forma descarada y
desafiando todos los rigores de la ley. Quien no roba está fuera de órbita.
Quien no roba no sabe aprovechar su cuarto de hora. Es una regla invisible que
se ha extendido en la vida pública como patente de corso. Qué triste tener que
admitir esta abyecta desviación en la conducta moral de grandes núcleos de la ciudadanía.
La
encuesta de Transparencia Internacional que acaba de revelarse no hace nada
distinto que refrendar una dolorosa realidad que todo el país conoce. Según
ella, la percepción de un 56 por ciento de los colombianos señala que la
corrupción en el sector público ha aumentado, de manera alarmante, en los dos
últimos años. Los sectores donde más se pagan sobornos son la Policía y la Justicia.
¿Qué
puede esperarse cuando estas dos columnas vertebrales de la nación están penetradas por la inmoralidad? ¿Cómo esperar
que exista justicia –en un país tan necesitado y carente de ella– cuando los
encargados de ejercerla se dejan enredar por el vil dinero, el tráfico de
influencias o los apetitos de poder? ¿Cómo confiar en la acción contra el
delito, las bandas organizadas y los peces gordos cuando los policías hacen de
las “mordidas” un medio de vida? Con todo, los últimos directores de la
institución han realizado los mayores esfuerzos de depuración en sus filas, que
en muchos casos han tenido correctivos ejemplares, si bien el gigantismo de la
empresa facilita no pocos descarríos.
Según
la encuesta, las entidades más corruptas de Colombia son el Congreso y los
partidos políticos. Entidades que tienen mucho en común como representantes del
pueblo, y que debiendo ser, por eso mismo, dechados de pulcritud y eficiencia,
son todo lo contrario. Los partidos han deteriorado su esencia democrática, y
sus miembros han dejado perder el prestigio personal e institucional que fue la
nota preponderante de otras épocas. Hoy nuestros partidos son los menos
reputados en América. Lo dice Fernando Londoño Hoyos en su columna de El Tiempo de este 11 de julio: “La
política perdió toda nobleza, se quedó sin altura, sin ideas ni motivos”.
Esta
encuesta cubrió 107 países, y entre ellos Colombia tuvo una pésima nota. El primer
lugar en corrupción lo ocupó Bolivia, luego quedaron Méjico y Venezuela, y el quinto
puesto fue para Colombia. Nos rajamos. Triunfó la corrupción.
Ojalá
esta penosa circunstancia lleve a Colombia, con su presidente a la cabeza, a reflexionar
sobre los graves problemas que nos rebajan y nos deshonran ante el concierto de
las naciones, y a buscar medidas prontas y eficaces para salir del atolladero a
que hemos llegado. El hundimiento moral no es de ahora, no es solo de este
Gobierno, ni del anterior, ni del de más allá, sino que se ha producido poco a
poco a través de largo tiempo.
Se
requiere una fuerza nacional –de todos los estamentos y de todos los ciudadanos
de bien– para romper las barreras de la indiferencia social y de la común tolerancia
con el vicio, que mantienen al país en tan lastimoso estado de ruina moral.
escritor@gustavopaezescobar.com
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