ELESPECTADOR.COM, Editorial |25 Jul 2013 - 10:49 pm
No deja de sorprender el nuevo pontífice. Y para bien.
Su primer viaje a Brasil ha estado lleno de simbolismos y de una gran aceptación popular, lo que señala que su voluntad de reformar la Iglesia avanza por buena senda. Miles de jóvenes que viven en una sociedad sin valores ni mayores metas se sienten ahora atraídos por su mensaje sencillo y contundente contra el consumismo: “menos es más”. El sucesor de Pedro convence con el ejemplo.
Hace unos meses, cuando el humo blanco vaticano anunció un nuevo papa, surgieron todo tipo de especulaciones y cábalas sobre el recién electo pontífice latinoamericano. Salvo quienes lo conocían bien en su compromiso con los pobres y el deseo de devolverle a la Iglesia su vocación inicial, lo demás fue incertidumbre. En el peor de los casos vinculándolo con una aparente actitud de connivencia frente a los repudiables hechos de la dictadura argentina. En el mejor, como un hombre bienintencionado pero sin mayor posibilidad de llevar a cabo grandes transformaciones dentro de una institución que ha hecho de la tradición y su aversión al cambio una forma de vida.
Sin embargo, su discurso inicial de reforma ha ido calando poco a poco. Hechos sencillos, como tomar un taxi e ir a cancelar su cuenta de hotel siendo ya papa, rechazar los ostentosos oropeles de su nuevo cargo en cuanto a vestimenta, transporte, alimentación y lugar de residencia dentro del Vaticano, y el abrazar a los pobres y a los enfermos que sufren, comenzaron a derribar la barrera infranqueable que separaba al sumo pontífice de su grey. Mensajes como aquel mediante el cual criticó de frente a los curas que prefieren andar en lujosos vehículos antes que caminar y untarse de pueblo no podían pasar inadvertidos. Debe haber más de un sacerdote en el mundo, y por supuesto en nuestro propio país, sacudido por el señalamiento.
Si, como se dice, la revolución esencial es revolucionarse a sí mismo, Francisco está demostrando que la mejor forma de predicar es con el propio ejemplo. En Brasil, fuera de acudir a un hospital, compartir con los pacientes y preferir la comida típica preparada por monjas a la de un reconocido chef, regresó al santuario de Aparecida a oficiar una misa. En ese mismo sitio, seis años atrás, lideró la redacción del importante Documento de Aparecida, según el cual “la Iglesia debe liberarse de todas las estructuras caducas que no favorecen la transmisión de la fe”, motivando a los obispos a servir al pueblo y no al revés.
No de otra manera se entiende que una figura controversial, y quien fuera defenestrado a mediados de los ochenta por Juan Pablo II, el padre Leonardo Boff, haya tenido comentarios muy elogiosos para el pontífice. Dice con razón que, más que un nombre, Francisco es un proyecto de Iglesia. Siente este teólogo de la liberación que todo lo que se predicó en los sesenta y setenta en cuanto a la doctrina social ve de nuevo la luz con el nuevo papa. De esta manera va cimentando sus enseñanzas mientras se especula que ya hay voces crecientes dentro del catolicismo que no ven con buenos ojos este tipo de cambios pues se sienten amenazados en su visión estática de la fe.
Con su presencia en Río de Janeiro en la Jornada Mundial de la Juventud, y con la idea de un cristianismo alegre, “sin cara de luto perpetuo”, Francisco se ha sintonizado con los adolescentes. Demuestra que hay un mensaje que les llega en directo. Que no debe bajar desde las alturas del poder eclesiástico. Todo lo anterior en medio de las protestas sociales que han colocado a la presidenta Rousseff contra las cuerdas.
Tal vez ahí radica el mayor logro del papa: sembrar esperanza entre los jóvenes, los mismos que ayudarán a cambiar oxidadas estructuras. En especial luego de los reiterados escándalos de pedofilia, corrupción, lavado de dinero e intrigas palaciegas que tenían a la Iglesia católica en la encrucijada. Es de esperar que esta alegría perdure por mucho tiempo para bien de sus feligreses.
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