ELESPECTADOR.COM, 13 Jul 2013
Por: Francisco Reyes Villamizar,
El crucero de placer de la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, sumado a los recientes escándalos en todos los altos tribunales, debería servir para hacer un análisis del estado actual de nuestro sistema judicial.
Los responsables de estos desafueros han logrado lo impensable: que para el ciudadano corriente la Rama Judicial esté casi tan desprestigiada como el Congreso.
Las teorías sobre economía política recomiendan aprovechar las situaciones de crisis para efectuar grandes transformaciones jurídicas. La coyuntura actual es idónea para intentar una reforma radical, cuya legitimidad estaría justificada desde el comienzo por todo lo que está sucediendo. Pero es evidente que para ello se requieren soluciones radicales y no simples paños de agua tibia. Es necesario repensar todo el sistema bajo una visión radicalmente diferente. Y se requieren también propuestas novedosas.
Hay que comenzar por revaluar todo lo existente. Y en primer lugar preguntarse: ¿Para qué tantas cortes? En nuestra historia los altos tribunales se han ido multiplicando progresivamente. Primero fueron la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado; luego la Corte Constitucional y el Consejo Superior de la Judicatura. Esta superestructura debería medirse, como ocurre en otras latitudes, por el presupuesto que su operación demanda y por los resultados efectivos que se obtienen. La verdad, empíricamente demostrada, es que aquí las ejecutorias no son nada halagüeñas. Son conocidos los despilfarros presupuestales, las licencias exorbitantes, la politización generalizada, los carruseles de pensiones y tantos otros abusos de esa misma laya.
La huelga judicial del año pasado demostró que varios meses sin administración de justicia no hacen mayor diferencia en el país. Según las estadísticas, entre el año 98 y el 2007 los índices de congestión de la jurisdicción ordinaria estuvieron por encima del 70%; los de la jurisdicción contenciosa, cercanos al 70%. Con procesos que duran más de una década, cabe preguntarse más bien la razón por la que los particulares aún acuden a este medio para resolver sus conflictos.
La solución obvia, como si se tratara de la adquisición de una compañía mal administrada, consistiría en reducir la descomunal estructura burocrática que existe en la actualidad. Y para ello lo lógico sería que subsistiera tan solo un alto tribunal. Este podría conformarse con varias cámaras o secciones para que cada una de ellas se ocupara de los pocos asuntos especializados que requirieren un pronunciamiento de tan elevada instancia.
La centralización del problema en un solo órgano judicial, además de atenuar los actuales conflictos de poder, implicaría reducción de costos, facilitaría el control y permitiría aminorar los abusos señalados. Por lo demás, esta medida haría que el cargo de magistrado recobrara prestancia y credibilidad.
Es evidente que ya no se justifica tener una jurisdicción separada para asuntos administrativos (una herencia anacrónica del sistema francés). Y es bien dudoso que se justifique el extendido recurso de casación que hoy se cumple ante la Corte Suprema. Tampoco es razonable la existencia de todo un tribunal para la administración de la Rama Judicial. Casi nada de lo existente tiene mayor sentido.
Claro que las inmensas dificultades para reformar este aparatoso sistema se originan en el grupo de presión que conforman los mismos magistrados. Pero, como ya se dijo, la crisis sin precedentes de este régimen constituye la mayor oportunidad para un cambio de orientación. Entonces, ¿por qué no aprovechar la coyuntura actual para propiciar una transformación radical del órgano que administra una de las principales funciones del Estado? Ninguna razón válida subsiste para que no se haga por lo menos el intento. Es apenas obvio que sin una justicia seria y operante el país no llegará demasiado lejos.
* Abogado comercialista.
Francisco Reyes Villamizar, Elespectador.com
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