eltiempo.com, RICARDO SILVA ROMERO, 30 de Mayo del 2013
Ricardo Silva Romero
Que hable Hipólito Moreno. Que diga lo que hizo y lo que sabe. Y que luego, a su debido tiempo, muera
Hipólito Moreno era un secreto a voces hasta que confesó que sí era un ladrón: hace unos días reconoció que en el final de su larga temporada como concejal de Bogotá, cuando la mentira “todos los políticos son corruptos” parecía ser verdad, había tomado la decisión de quedarse con miles de millones de pesos del valor de un contrato –el 1229 del 2009– que le entregaba a esta ciudad enervada y truncada nada más y nada menos que setenta ambulancias. Se trataba de un contrato, pues, de vida o muerte: el esposo de una amiga mía, por ejemplo, moriría seis meses después por cuenta de los atropellos y las negligencias en el servicio. Pero el señor Moreno, perdido en el vicio de la corrupción en aquella capital suya en la que se había vuelto más fácil robar que no robar (en Colombia la gente vive al mismo tiempo en Colombia y en un mundo propio que le da la espalda), se resignaba a cometer sus delitos.
Las familias colombianas suelen estarse reponiendo de algún asesinato. A Hipólito Moreno le mataron a su padre. Y apenas pudo dejó Purificación, su tierra en el Tolima, en busca de esta ciudad que ya estaba creciendo como una mancha y ya se estaba saliendo de las manos. Fue aquí donde le sucedió el segundo acto de su historia: aquí montó una panadería, se graduó de periodista y se dedicó en cuerpo y alma a ser, de 1989 a 1997, un importante funcionario del Distrito. En los trece años siguientes fue ganándose adjetivos, fue “devoto”, “irónico”, “incansable”, “sibarita”, “solitario”, “generoso”, “popular”, “politiquero”, “chantajista”, “intimidante” y “poderoso”, en su paso nefasto por el Concejo de Bogotá. Y todo al final, si acaso es cierto que existe el destino, para que hoy diga en voz alta la verdad.
Para que hoy, a los 53 años y doblegado por una enfermedad terminal, tenga esta rara oportunidad de subirse al escenario a declarar que sí nos han estado robando: que hubo un día en que la sentencia “roba pero hace” sonó a sensatez.
Quizás su silencio tenso haya probado su poder: las pocas veces que cayó en la tentación de hablar, como cuando fue capaz de decir “me siento orgulloso de mí mismo”, “mis acciones han estado dentro de la Constitución y la ley”, “represento a quienes pedimos espacio”, “la alcaldía sería para mí un buen destino” y “a mí me atacan por negro”, el señor Moreno dejó escapar el monólogo delirante de esos políticos que en verdad son empresarios, pero habría que reconocerle que casi todo el tiempo supo ser un titiritero sórdido y sagaz en la tras escena de su Bogotá. Qué extraño está siendo su final. Qué dramático. Si acaso es cierto que existe el destino, y vivir es responderse “para qué”, lo suyo ahora puede ser contarlo todo.
Ya ha pedido perdón a la sociedad. Ya ha rogado disculpas, con él y por él, su antiguo jefe en el Partido de la U: el equívoco Juan Lozano. Pero si en verdad quiere poner las cosas en orden, ya que ha reclamado la casa y el cuerpo por cárcel, tendría que contarnos en primera persona y sin adornos la historia de una Bogotá empobrecida –bajo las narices, sí, de una ciudadanía dividida e indolente– por una manada de políticos ladrones que se quedaban con el dinero de todos a cambio de no hacer su trabajo, que se refugiaban en la guarida del moralismo mientras perfeccionaban sus maneras de amañar aquellas licitaciones plagadas de controles, que solamente dejaban de ser esos pícaros típicos que aparecían en las conversaciones de los hastiados, para convertirse, plenamente, en enemigos públicos, si una mala noche una amiga perdía a su marido porque “algún hampón de esos” se había quedado con el dinero para las mejores ambulancias.
Que hable Hipólito Moreno. Que diga lo que hizo y lo que sabe. Y que luego, a su debido tiempo, muera en paz.
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