Los fieles colombianos ya podrán venerar a una santa
criolla. Esta es la historia de la primera santa colombiana.
Autor:
Misioneras de la madre Laura - Revista Vida Nueva
María
Laura de Jesús Montoya Upegui nació en Jericó en 1874. Por estos días, los
habitantes de ese municipio se preparan para celebrar su canonización. A la
ceremonia en Roma asistirá una delegación colombiana liderada por el
presidente.
Algunos
creían que estaba loca y otros pensaban que solo había llegado en busca de
marido. Eso era lo que se decía hace un siglo de la madre Laura cuando decidió
abandonar la comodidad de Medellín por las selvas húmedas de Dabeiba, al
occidente antioqueño.
En contra de los prejuicios de la época, ella, su madre y cinco compañeras arribaron a su
destino después de diez días a lomo de mula, el 14 de mayo de 1914. Su misión
era evangelizar a los indígenas embera-chamí y “probarles que Dios los amaba”,
según escribió en su autobiografía.
Para
conseguirlo, sin embargo, tuvo que enfrentar a sacerdotes y políticos de la
región, quienes consideraban que las mujeres no eran aptas para esa tarea.
“Creer que mujeres catequizan indios, creer que logran lo que no han hecho los
hombres, es una perfecta ilusión”, dijo alguna vez un funcionario del Concejo
Municipal.
Los
indígenas tampoco estaban muy contentos con su presencia, pues los blancos
siempre llegaban a tratarlos con desprecio y a arrebatarles sus tierras.
Quedarse era impensable, pero Laura y las demás no desistieron. Ningún obrero
quiso ayudarles a construir el rancho donde se alojarían, así que tuvieron que
hacerlo con sus propias manos.
Con
esa misma determinación, poco a poco se ganaron la confianza de la comunidad y
tres años más tarde fundaron la Congregación de Misioneras de María Inmaculada
y Santa Catalina de Siena, mejor conocida como Misioneras de la Madre
Laura.
Desde
entonces, su labor se extendió por todo el país y hoy vuelve a ser recordada
porque el 12 de mayo, María Laura de Jesús Montoya Upegui se convertirá en la
primera santa colombiana. Lo paradójico es que eso suceda solo ahora en el país
del Sagrado Corazón, donde el 80 por ciento de la población se define
católica.
Sin
embargo, lograrlo no es tan sencillo como parece (ver recuadro). La causa de la
madre Laura empezó en 1963 y solo en diciembre pasado Benedicto XVI autorizó su
canonización. Eso quiere decir que tardó 50 años, una cifra bastante corta si
se compara con lo que ha tenido que esperar el papa Inocencio XI, quien murió
en 1689, lo beatificaron en 1956 y todavía no ha podido ser declarado
santo.
“El
proceso es largo porque es necesario estudiar detalladamente la vida de esa
persona antes de presentar el caso en Roma”, cuenta monseñor Alberto Giraldo
Jaramillo, quien se encargó de pedirle a Juan Pablo II la beatificación de la
madre Laura cuando se desempeñaba como arzobispo de Medellín en 2004.
Ocho
años después, el país celebra su ascenso a los altares. Los antioqueños,
especialmente los habitantes de Jericó, donde la monja nació en 1874, están
orgullosos de este logro, pues lo ven como un premio a una región profundamente
católica. “En el departamento la fe se sembró desde los tiempos de la Colonia y
ese arraigo cristiano sigue presente en muchas familias”, asegura monseñor
Ricardo Tobón Restrepo, arzobispo de Medellín.
En
efecto, no es casualidad que la madre Laura haya concentrado su actividad en
esa zona ni que la mayoría de los beatos colombianos a la espera de ser
canonizados provenga de municipios como Yarumal, La Ceja y Sonsón (ver
recuadro).
Una vida de penurias
Al
hablar de la madre Laura muchos asocian su nombre con su trabajo con los
indígenas, pero pocos en realidad saben cómo descubrió su vocación religiosa.
Criada en una familia católica, su infancia estuvo marcada por la tragedia.
Cuando apenas tenía 2 años su padre fue asesinado, lo que obligó a su mamá a
sostener el hogar. Para aliviar la carga, la niña se fue a vivir con su abuelo
en una finca de Amalfi, donde padeció los rigores de la pobreza y siempre se
sintió extraña.
A
los 7 años, mientras jugaba con las hormigas en el campo, tuvo su primera
experiencia celestial. “Ella cuenta que un rayo la hirió y desde entonces Dios
invadió su alma”, explica la hermana Surama Ortiz, misionera laurita. A los 12,
esa luz se le volvió a aparecer y cuando cumplió 16, decidió que quería
dedicarse a la docencia.
Consiguió
una beca del gobierno para estudiar en el Instituto Normal de Medellín y, como
no podía costearse el alojamiento, le pidió a una tía que dirigía un manicomio
que la dejara dormir allí. Al graduarse, dictó clases en varios pueblos de la
región siempre con la esperanza de convertirse en monja de clausura algún
día.
Sin
embargo, un viaje al resguardo indígena de Guapá, cerca del municipio de
Jardín, cambió sus planes: “Mi llaga son los indios americanos. Me duelen por
olvidados y porque mueren lejos de Dios”, dice en su libro.
Aunque
hoy esa actividad es más controvertida que en aquella época, dado que muchas de
las costumbres de las comunidades ancestrales se han perdido por el contacto
con la sociedad occidental, ese hecho marcó para siempre la vida de la madre
Laura.
Años
más tarde, cuando se aventuró en Dabeiba, se dio cuenta de que se sentía más
cómoda usando unas botas de caucho que el uniforme impecable de un convento en
la capital. Ya en ese entonces se decía que sus manos sanaban a los enfermos y
que gracias a ella las serpientes nunca atacaron a las hermanas mientras
evangelizaban a los indígenas en la selva. Esa sencillez combinada con su fama
de santa la acompañó incluso después de que murió en 1949.
La
casa del barrio Belencito de Medellín, donde pasó sus últimos días y en la
actualidad funciona la Congregación de las Lauritas, convoca a cientos de
creyentes todos los años. “Hay muchas personas que aseguran haber recibido un
favor suyo y cuando vienen se acuestan en su cama en busca de un milagro”,
cuenta la hermana Surama.
Esa
costumbre se popularizó gracias a Herminia González, de 87 años, quien visitó
los aposentos de la madre Laura después de que los médicos le dijeron que su
cáncer de útero había hecho metástasis. Cuentan sus familiares que al día
siguiente la mujer empezó a mejorar y cuando volvieron a hacerle los exámenes
de rigor, ya estaba curada.
Su
caso sirvió para que Juan Pablo II beatificara a la madre Laura el 25 de abril
de 2004. En esa ocasión miles de colombianos participaron en la ceremonia
celebrada frente a la basílica de San Pedro.
Sin
embargo, el objetivo todavía no se había cumplido: pese a que todos los días
aparecían testimonios de personas que aseguraban que la madre Laura las había
curado, faltaba un nuevo milagro avalado por especialistas.
“Este
es uno de los pasos más difíciles porque se basa fundamentalmente en criterios
científicos”, aclara monseñor José Daniel Falla, secretario general de la
Conferencia Episcopal. Además, hoy el rasero con el que se evalúa un evento
extraordinario es mucho más estricto que hace dos siglos y, por eso, no pocas
causas quedan estancadas en este punto.
El milagro definitivo
Las
misioneras y sus seguidores siguieron haciendo campaña –que por cierto, no solo
requiere de fe, sino de recursos– a favor de la madre Laura, hasta que en 2005
Carlos Eduardo Restrepo Garcés les contó su increíble historia. Resulta que
desde que era niño padecía una extraña enfermedad autoinmune que a los 33 años
desencadenó en lupus, daño renal, artritis reumatoidea y atrofia
muscular.
“Me
sentía cansado todo el tiempo y ni siquiera podía hablar por teléfono más de
cinco minutos porque no era capaz de sostener la bocina”, recuerda. Para
completar, una perforación en el esófago le provocó una infección cerca al
corazón, y como tenía las defensas tan bajas, operarlo significaba una muerte
segura.
Con
semejante pronóstico Carlos, médico de profesión, se despidió de su familia y
amigos. Estaba desahuciado y no quería pasar sus últimos días en una sala de
cuidados intensivos. Fue entonces cuando inexplicablemente se le vino a la
cabeza la madre Laura. “No tengo ni idea de por qué lo hice si apenas sabía que
era una beata antioqueña –señala–. No sé si ella me encontró a mí o yo a ella”.
Lo
cierto es que después de mencionarla en sus oraciones, poco a poco sus heridas
comenzaron a cerrarse, volvió a caminar y al cabo de tres meses estaba
trabajando de nuevo. “No podía ser otra cosa que un milagro”. Tras varios años
de análisis y estudios, el Vaticano llegó a la misma conclusión. Ahora sí,
había pruebas suficientes para convertir en santa a la monjita
colombiana.
La
espera será recompensada el próximo domingo cuando el papa Francisco presida la
ceremonia de canonización, la primera que realiza en su pontificado. Una vez
admita el nombre de la antioqueña en la lista de los santos, los fieles ya no
tendrán que encomendarse únicamente a los españoles San Pedro Claver, San Luis
Bertrán y San Ezequiel Moreno, y la suiza Santa Bernarda Bütler, quienes
estaban incluidos en el santoral colombiano, pues sus misiones se desarrollaron
en buena parte del territorio nacional, pese a que no nacieron en el país.
Ahora podrán ofrecer sus oraciones a Santa Laura Montoya, esa humilde mujer que
asumió su destino contra todas las adversidades.
El camino a la santidad
La
llegada a los altares debe superar varias etapas y puede tardar siglos. Estos
son los pasos que recorrió la madre Laura para convertirse en santa.
1)
En 1973 fue declarada sierva de Dios. Quiere decir que el Vaticano está
dispuesto a empezar el proceso de canonización porque considera que el
postulado murió en olor de santidad.
2)
Cuando se comprueba que la persona efectivamente llevó una vida santa y cumplió
con virtudes heroicas, como la fe, la humildad y la caridad, obtiene el título
de venerable. Eso ocurrió en 1991.
3)
Se requiere un milagro en el que el candidato haya intercedido después de su muerte
para ser considerado beato. Un comité científico y religioso se encarga de
evaluarlo. En el caso de la madre Laura, sucedió en 2004.
4)
Para ser santo se necesita un nuevo milagro. Este no solo debe ser probable,
inmediato y perdurable, sino más contundente que el anterior. En este caso el
papa dio el veredicto final en diciembre de 2012.
En lista de espera
En
la Congregación para la Causas de los Santos, con sede en Roma, ya se están
adelantando los procesos de más de 20 colombianos. Estos son los beatos
criollos a los que solo les falta un milagro para subir a los altares.
·
Mariano de Jesús Euse Hoyos, mejor
conocido como el padre Marianito, nació en Yarumal, Antioquia, y siempre se
caracterizó por su entrega a los más necesitados.
Además de atribuirle varios milagros,
sus seguidores lo recuerdan porque en 1936, diez años después de su muerte, las
autoridades lo exhumaron y encontraron su cuerpo intacto. El 9 de abril de 2000
el papa Juan Pablo II lo beatificó y desde entonces los feligreses del
municipio de Angostura, donde fue párroco durante 40 años, rezan para que algún
día sea proclamado santo.
·
Los novicios Juan Bautista Velásquez
(Jardín, Antioquia), Esteban Maya (Pácora, Caldas), Melquíades Ramírez (Sonsón,
Antioquia), Eugenio Ramírez (La Ceja, Antioquia), Rubén de Jesús López
(Concepción, Antioquia), Arturo Ayala (Paipa, Boyacá) y Gaspar Páez Perdomo (La
Unión, Huila) fueron asesinados mientras adelantaban una misión médica en plena
Guerra Civil española.
Por su valor y entrega incondicional
durante la persecución contra la Iglesia católica, el Vaticano los exoneró del
requisito de haber realizado un milagro para convertirlos en beatos. Hoy los
jóvenes son conocidos como los siete mártires de la comunidad religiosa San
Juan de Dios.
·
A finales de este año, el papa
Francisco probablemente beatifique al seminarista antioqueño Jesús Aníbal
Gómez, nacido en Tarso, Antioquia. El joven vivió la misma historia de los
mártires de San Juan de Dios, pues también fue asesinado en España en los años
treinta mientras adelantaba sus estudios de Teología para ordenarse sacerdote
de la Congregación de los Claretianos.
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