elespectador.com, Por: Andrés Hoyos
Si las negociaciones de paz que ahora avanzan llegan a firmarse —y deseo de todo corazón que el proceso resulte viable—, la paz dejaría bastantes huérfanos.
Mucho se ha hablado de la merma notable que podría sufrir la derecha guerrerista al perder su presa favorita, pero yo me quiero referir aquí a la franja opuesta, a esa minoría vociferante que, sin ser necesariamente instrumento directo de la guerrilla, ha alimentado la noción de que Colombia no es la débil democracia que algunos decimos que es, sino una dictadura narcoparamilitar encubierta, donde no existe separación de poderes ni se celebran elecciones abiertas ni hay prensa libre.
El debate con este grupo a lo largo de los años ha sido crucial, porque se sobreentiende que la resistencia armada contra una dictadura es legítima. Aun así, siempre es útil recordar el famoso comentario de Camus sobre los métodos terroristas usados por el FLN argelino en su justa lucha contra el colonialismo francés: “En este momento se lanzan bombas contra los tranvías de Argel. Mi madre puede ir en uno de esos tranvías. Si esa es la justicia, yo prefiero a mi madre”. Lo que pasó luego en Argelia le dio la razón a Camus.
Piénsese por un instante en las minorías encapuchadas que lanzan papas-bomba en ciertas universidades del país y que embadurnan las paredes con ¡vivas! a los comandantes caídos. Si hay paz, ¿a qué dedicarían su tiempo libre? ¿Las efigies del Che Guevara y de Camilo Torres seguirían mirando al transeúnte en lontananza desde la plaza central de la Universidad Nacional o veríamos allí a un sabio menos belicoso como don José Celestino Mutis?
Todo un corpus ideológico se hundiría con la paz, pues sepultada la ilusión revolucionaria, que de ilusión tiene cada vez menos y de pesadilla cada vez más a medida que llegan noticias de las atrocidades, habría que empezar a pensar en el despreciado reformismo, es decir, en las soluciones prácticas. Obvio, cambiar a Lenin por Mandela es una operación de alta cirugía intelectual.
Una paradoja subyace al proceso y es que la desaparición del espectro destructivo de la guerra de seguro daría aliento a movimientos sociales reivindicativos, si bien es difícil saber de dónde saldría el liderazgo de los mismos. Al establecimiento que hoy está en el poder le esperaría un peligro: el de matar el tigre de la guerra y asustarse con el cuero de la paz, dejando así el terreno libre a opciones populistas. Casos se han visto de élites en extremo ahorrativas e indolentes que son sacadas del poder a escobazos.
Más rápido se diluirá, creo yo, el radicalismo internacional que solía ensañarse con Colombia por cuenta de la vieja y venenosa noción del “guerrillero heroico”. Nunca importó mucho por allá qué opinábamos los colombianos de nuestro conflicto, tanto que a veces todo parecía suceder en “Columbia”. Lo que les importaba a estos botafuegos europeos y americanos era seguir vendiendo las vetustas ideas cuya fecha de vencimiento se cumplió súbitamente en 1989. No, imposible que hubiera que botar a la caneca ese montonón de libros llenos de buenas intenciones. Por lo mismo, poco importaba que la guerra, en vez de fortalecer una democracia débil, la pusiera en peligro. “¡Todo lo que existe merece perecer!”, gritaban, y hurra.
Sobra decir que la figura del “reformista heroico” es casi imposible de convertir en legendaria. Mejor, ya lo decía Bertolt Brecht: “Infeliz el país que necesita héroes”.
andreshoyos@elmalpensante.com /
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