Por: ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ, 07 de Mayo del 2013
Alfonso Gómez Méndez
La peor de las privatizaciones es la del Estado por la tortuosa vía del clientelismo disfrazado de 'gobernabilidad'. Menuda tarea, presidente Santos, acabar con estas prácticas.
Entre economistas y pensadores políticos son temas de debate el tamaño del Estado y el alcance de las privatizaciones. Ha habido intensas discusiones sobre qué tan grande puede ser el aparato estatal, y si es conveniente o no que muchas de las atribuciones que antes cumplían entidades oficiales (mercado, servicios, banca y crédito) pasen a manos privadas.
El tema no ha generado en Colombia alinderamientos ideológicos entre los partidos, pues, indistintamente, han apoyado una u otra opción. Sin embargo, en medio de los dos extremos de la discusión, ha hecho carrera una privatización ya no de empresas o actividades económicas, sino del propio Estado, a través del clientelismo, como lo advierte el exministro Rudolf Hommes en reciente columna.
La práctica desaparición de los partidos ha generado que los mandatarios de turno, para sostener la llamada “gobernabilidad” –sin duda la más perversa privatización del Estado– se vean compelidos, cada vez que presentan un proyecto de ley o de reforma constitucional, a dejar “jirones de Estado” en manos de unos congresistas cada vez más voraces y menos disimulados.
Como los electores no les cobran errores a los elegidos, lo único que piden es puestos y contratos, mientras el parlamentario es objeto de permanentes presiones de votantes y financiadores.
Por eso mismo, para descollar en el Congreso ya no es necesario ser gran orador –todavía los hay–, o realizar candentes debates de control político, o sacar avante proyectos de envergadura: solo asegurarse de que, por cada ponencia (ahora son múltiples ponentes), proposición de apoyo o negativa de moción de censura, un generoso y a veces asustado Ejecutivo les entregue ministerios, institutos, superintendencias, dirección de cárceles, una comisión reguladora u otro organismo capaz de nombrar y contratar.
Es ese dañado y punible ayuntamiento el verdadero germen, cultivo y estímulo de la corrupción administrativa. Los organismos judiciales o de control pueden emplearse a fondo, pero, mientras no se rompa esta relación, será imposible combatir con éxito las prácticas corruptas.
No ha sido siempre así. Nadie imaginó a Gaitán, Alzate Avendaño, los Lleras, Echandía, Laureano Gómez o Silvio Villegas haciendo debates para pedir puestos o en retaliación por haberlos perdido.
El país puede encontrar el extraviado hilo de la política de verdad. El presidente Santos lo puede hacer convocando al pueblo para explicarle lo que está haciendo, de manera eficaz, para combatir la pobreza y la desigualdad, modernizar el Estado y la sociedad o conseguir la paz, banderas que un Congreso responsable apoya sin necesidad de contraprestaciones burocráticas.
Claro, en democracia, el jefe de Estado necesita buenas relaciones con el parlamento. Ayudaría mucho legislar menos y gobernar más, pues la proliferación de proyectos de ley, muchas veces innecesarios, aumenta las peticiones de los legisladores al detal, como se está demostrando con los escándalos en el sector salud o en la Dirección Nacional de Estupefacientes.
Si de manera estricta se aplicara el artículo constitucional de pérdida de investidura por pedir puestos, prácticamente se desmantelaría el Congreso.
Es necesario rescatar el Estado para los colombianos. Los cargos políticos pueden sujetarse a los vaivenes electorales. La estructura administrativa, no. Por eso creó Alberto Lleras la Esap como escuela para formar funcionarios estatales de alto y mediano nivel, cuyo nombramiento debería hacerse de acuerdo con la carrera administrativa.
Corrupción administrativa y corrupción política son indivisibles, incluyendo en esta última el transfuguismo, la falta de solidez ideológica, la ausencia de partidos serios.
La peor de las privatizaciones es la del Estado por la tortuosa vía del clientelismo disfrazado de “gobernabilidad”. Menuda tarea, presidente Santos, acabar con estas prácticas para cambiar la política.
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