ELTIEMPO.COM, Por: ARTURO ARGüELLO OSPINA, 11 de Septiembre del 2013
Arturo Argüello Ospina
Es cierto que trabajar dignifica al hombre, pero todo en su justa medida pues hay trabajos, y formas de trabajar, que empobrecen el alma y a la humanidad.
La noticia del joven de 23 años que murió en Inglaterra hace unas semanas después de haber trabajado, sin descanso, durante 72 horas seguidas, no me ha dejado conciliar el sueño. ¿Qué clase de sociedad le hace pensar a un hombre en plena flor de su juventud que el trabajo es lo más importante que tiene la vida, tanto así que vale más que su vida misma? ¿Qué tipo de frenesí cognitivo y cultural padecemos para que, a sus 23 años, un recién egresado piense que el objetivo de vivir se encuentra en un puesto de trabajo, en el prestigio profesional? ¿Qué clase de estupidez nos gobierna como seres humanos, para que confundamos los constructos de un sistema económico con la felicidad?
Cuánto quisiera que esa noticia estuviera allá, distante, y que perteneciera únicamente a uno de esos locos países europeos que se desviven por el canibalismo propio del capitalismo sinsentido. Pero en Colombia cientos, miles, millones de vidas se pierden a diario sumidas en la triste y solitaria penumbra de la rutina laboral, de esa vida que carece de sentido en medio de un puesto de trabajo, pensando que son felices porque ganan esto o aquello o porque muy pronto llegarán a tal o cual posición. Cuántas vidas vacías, perdidas, que están equiparando el trabajo, la sociedad de consumo, con la felicidad.
Es cierto que trabajar dignifica al hombre, pero todo en su justa medida y en su adecuada proporción, pues ciertamente hay trabajos y formas de trabajar que empobrecen el alma y a la humanidad; hay hombres que, sumidos en sus trabajos, han olvidado la complejidad y diversidad del espíritu humano. En Colombia hay muchos, realmente abundan los infelices. Unos por miedo, otros por necios, otros por irreflexivos, otros muchos, muchísimos por ego, otros por una falsa sensación de poder y otros, simplemente, incontables también, por necesidad. Los colombianos no tenemos, ni lo extrañamos, ni lo reclamamos, ni somos conscientes de que nos hemos usurpado el más elemental de los derechos humanos después del respeto a la vida (que acá tampoco existe), el derecho a ser felices y a buscar la felicidad.
¡No, no somos el país más feliz del mundo, y estamos aún muy lejos de serlo! En el ‘Informe Mundial de Felicidad 2013’, un estudio serio, creíble, publicado recientemente por el Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia, ocupamos el lugar 35, por debajo de países como México (puesto 16), Estados Unidos (17), Venezuela (20), Chile (28), Argentina (29) y Trinidad y Tobago (31).
Pero hablar de felicidad puede resultar etéreo y fútil en la sociedad en la que vivimos, si no sometemos el concepto y nuestra vida a una reflexión profunda. Podemos verla desde la economía como mayores ingresos y mayor poder adquisitivo; desde la sociología como esas redes, como el capital social (amigos y familia); desde la psicología, como el estar presente (‘mindfulness’) o desde la ética, como una virtud proveniente de una vocación de servicio y entrega desinteresada hacia los demás. Nuestra sociedad, claramente, se quedó estancada en la primera definición.
Hay expertos que dividen la felicidad en hedónica y eudemónica. La felicidad hedónica, la más común, es aquella que proviene de satisfacer el placer propio (consumo, comida, etc.), mientras que la eudemónica es aquella que proviene de trabajar por algo más grande, altruista, que uno mismo. Incluso hay algunos estudios que han demostrado que la respuesta del cuerpo, a nivel fisiológico, a la felicidad hedónica es similar a los cambios propios de la depresión.
Estoy seguro de que si existiera un político inteligente, se lanzaría a la arena presidencial con el único propósito de garantizarles dos derechos fundamentales a los colombianos: el derecho a la vida y el derecho a la felicidad, pues la evidencia científica establece una clara asociación bidireccional entre la felicidad e indicadores ‘duros’ relacionados con la salud y la longevidad; los ingresos, la productividad y el comportamiento organizacional; y el comportamiento social e individual, esas cosas que nos inventamos y que tanto le interesan al “sistema”.
Acá hay muchos infelices que están a punto de estallar de tanta felicidad hedónica, y muchos pobres que no tienen dónde dormir ni qué comer (lo único que el ser humano realmente necesita) y que por ende no tienen tiempo de pensar en la posibilidad de ser felices. Esto hace de Colombia un escenario oportuno para que los desdichados que lo tienen todo menos la felicidad hagan un cambio en sus vidas y busquen la felicidad verdadera, la eudemónica, la ética, ayudando a los demás y no trabajando y satisfaciéndose, sinsentido, hasta morir.
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