El nuevo ministro tiene a su cargo uno de los ingredientes esenciales para alcanzar la paz.
El concepto de seguridad rural no se limita a “poder ir a la finca”. No es un problema del Ministerio de Defensa exclusivamente. Mucho menos es algo que se resuelve con seguridad privada o fomentando el paramilitarismo. La seguridad sostenible se deriva de haber alcanzado un elevado nivel de armonía social que asegure que los habitantes de una región vivan en paz, protegidos por una comunidad socialmente coherente. En esas condiciones, todo lo que se necesita para mantener la paz y dispensar justicia en un territorio es un juez y unos pocos policías.
Se necesita ante todo que exista seguridad económica, lo que implica que los habitantes de la región tengan empleo formal, seguridad social y medios de producción. Se requiere que los campesinos tengan acceso a la propiedad de la tierra o puedan arrendarla en condiciones que les permitan sostener una familia, y que tengan la alternativa de trabajar para obtener un salario digno que por lo menos debe ser igual o superior al mínimo legal. Para asegurar que estas condiciones estén presentes en el campo colombiano hay que trabajar simultáneamente en el desarrollo en paralelo de dos modelos de producción que son complementarios: dinamizar la economía campesina e impulsar la agricultura comercial (y expandir la frontera agraria con grandes cultivos).
En primer lugar se debe promover el aumento de la productividad de la economía campesina, que es la principal proveedora de alimentos de Colombia, la que mejor aprovecha la tierra y está vinculada estrechamente a la cultura nacional, pero cuyo desempeño y capacidad de expansión están limitados por la excesiva concentración de la tierra que va de la mano con su utilización ineficiente. Hay que mejorar significativamente el acceso a la tierra para los productores pequeños, preferiblemente a través de bancos de tierra regionales que les faciliten a las unidades familiares expandir el área cosechada.
Adicionalmente, hay que crear instituciones que provean servicios de asistencia técnica, financiera y administrativa, crédito y comercialización, sin los cuales no es posible el progreso de la economía campesina, aun si se resuelve el problema de la tierra. Estos servicios debería proveerlos el Estado, pero como está capturado por el clientelismo lo debe hacer a través de instituciones regionales mixtas o paraestatales supervisadas por un organismo técnico central. Hay regiones en las que esto lo hacen fundaciones de los grandes propietarios que actúan como intermediarias entre el Estado y los habitantes de la región. Pero un Estado moderno no puede depender de la buena voluntad de los grandes propietarios para promover el progreso social. Hace falta crear instituciones inmunes al clientelismo que hagan este oficio con fondos y monitoría del Estado en cada región.
Resulta curioso que se encargue a Aurelio Iragorri, un patricio caucano, hijo de un poderoso político clientelista, una tarea que seguramente lo pondrá en conflicto con su tradición, con su partido y con su papá. Pero al mismo tiempo, esas credenciales le permitirían tomar posiciones contrarias al clientelismo y favorables a los campesinos y a las comunidades indígenas y afrodescendientes sin que lo acusen de ser comunista (no sería el primer caucano de buena familia que impulse una reforma agraria). Lo importante es que se dé cuenta de que tiene a su cargo uno de los ingredientes esenciales para alcanzar la paz y para promover crecimiento y prosperidad rural. No se trata de repartir plata o de nombrar fichas del partido de ‘la U’, sino de concebir y poner en práctica políticas públicas de mucho alcance y gran trascendencia. La responsabilidad es enorme. (Continúa)
Rudolf Hommes
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