Mañana se cumplen 25 años de aquella noche en la
que el candidato liberal Luis Carlos Galán fue baleado
en una tarima de la plaza de Soacha, Cundinamarca.
Desde esa noche, cuando él murió pese a los esfuerzos médicos que se hicieron en el hospital de Kennedy, en el sur de Bogotá, la imagen de su asesinato persigue a Colombia: la alegría y algarabía de un pueblo que lo recibía (que lo quería como presidente) y las balas de los violentos que silenciaban su batalla. Casi que una radiografía del país: nuestras idiosincrasias más diametralmente opuestas juntas en una sola escena: la esperanza y la violencia.
Con este ya van dos comentarios editoriales en una semana conmemorando fechas de asesinatos: el miércoles fue Jaime Garzón, hoy es Luis Carlos Galán. Asunto diciente: así, a punta de balas y sangre, es como se ha construido buena parte de la historia y la memoria colectiva de este país. El aferramiento a dicha memoria es, también, el caos de la incertidumbre, la repetición de un solo lamento: en ambos casos (como en muchos otros) hay una sensación generalizada de impunidad pese a los discretos avances de los procesos judiciales.
Pero vamos entonces con Galán. Mucho es lo que falta, tal y como lo han denunciado sus familiares. Mucha verdad y mucha justicia. Sabemos, por supuesto, que el político tolimense Alberto Santofimio está pagando una condena impuesta por la Corte Suprema de Justicia en 2011. Y, como dijimos en este espacio para esa ocasión, el país sabe de sobra que la culpa entera no recae en él. Que no podía convertirse en el chivo expiatorio de la justicia total: no lo fue. Las quejas por la impunidad, por tanto, persisten.
En el asesinato de Galán sí que hubo una mezcla peligrosa de diversos sectores del establecimiento colombiano, mucho más allá de la responsabilidad de un solo hombre: hablamos de la clase política reinante que veía en él a una amenaza. Y hablamos de la Fuerza Pública de ese momento. Y hablamos, también, de sectores de la criminalidad mafiosa y de la sociedad misma. Un conjunto de personas, de muy distinta índole, que confluyeron con un objetivo que tuvo impacto y realismo crudo esa noche de hace 25 años.
¿Que cómo sería el país si no hubieran matado a Galán? No sabemos y es una lástima que él no esté hoy entre los vivos para que, con su famosa lucidez, nos respondiera esa pregunta. Pensar en un país después de cinco lustros de un suceso de esta índole es prácticamente imposible. Lo que sí podemos recordar es su proyecto: los que saben de su vida han relatado muchas veces su ambición. Esa forma de pensar —como un estadista— un país desde todos los frentes. Desde lo social hasta lo diplomático. Desde el modelo económico hasta el componente ecológico. Galán fue un demócrata moderno. Así, sin más.
Y si bien su sucesor (que en ese caso fue el expresidente César Gaviria) logró reformas importantes, como la Constitución de 1991, que plasmó cambios democráticos, enalteció derechos que antes no existían y generó el tránsito hacia la concepción de un Estado moderno, Galán queda en la memoria de los colombianos como la suprema frustración de un país distinto. Puede ser.
Lo cierto es que, mucho más allá del recuerdo de su legado y de la esperanza que encarnó, lo más digno (para nosotros como país) es que en el caso que nos ocupa se sepa toda la verdad: hay que quitar el velo que no nos deja ver la verdad. Tal vez impartiendo justicia en su caso es que podríamos empezar a construir ese país que él soñó.
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