Corrupción es un nombre lejano para este hurto cotidiano que nos es familiar. Abusos y saqueos estandarizados están disueltos en un mar público que es de todos y de nadie.
Pero visto en detalle, el punto al que se ha llegado deja claro un hábito del hurto en Colombia.
El cartel de los pañales es la escala uno a uno de hasta dónde llega a la vida doméstica la normalización del desmán, el desjarete ético y los cero principios de quienes sacan ganancias a cada consumidor de lo que gana luchado cada día para volverlo usura.
Se han saqueado pensiones, regalías, contratos, empresas de salud; sobrefacturado medicamentos de primera necesidad y de enfermedades calamitosas; se ha constituido el cartel del agua en Santa Marta, donde bananeros y ganaderos secan el río Manzanares y desvían el suministro de tuberías públicas para sus propiedades; se corta el ciclo natural del agua al desecar humedales con pastizales en Córdoba, Yopal y otras cuencas de este país, despojando el potencial hídrico público para rentabilizarlo en privado.
Se ven robos a la luz pública. Nules y el cartel de contratos en Bogotá; Carlos Palacino y Saludcoop a cinco millones de afiliados; desfalco de Foncolpuertos y Luis Hernando Rodríguez es hoy tranquilo pensionado; Blanca Jazmín Becerra y el robo millonario a la DIAN con devoluciones del IVA; la familia Villegas Moreno de CEO que hoy tiene quebrados a cientos de ahorradores que compraron vivienda a una empresa en el filo de lo ilegal por materiales y cálculos fallidos; poderosos beneficiarios de Agro Ingreso Seguro que nada necesitaban, y su gestor, Andrés Felipe Arias, huye de una condena de 17 años; el Ministerio de Salud da la lista de sobrecostos en Colombia de cientos de medicamentos y los laboratorios farmacéuticos reprenden al descorregido ministro Gaviria por el obediente embajador en Washington, para que se vuelva a pagar lo que digan.
Pero nunca antes se vio tan cerca, con nombre y apellidos, a los empresarios de postín explotando la necesidad de la compra anual de mil millones de pañales por un cartel que fija precios y restringe la distribución del artículo sensible para dos millones de bebés que hoy crecen en Colombia. Porque está a manos de cada uno de los compradores de 770 millones de pesos durante 15 años que desembolsaron del presupuesto familiar hasta 900.000 por año (más de un salario mínimo) para alcanzar esta mercancía, lo que indigna al cobijar toda la escala social.
Y la manera soterrada de hacer el cartel mafioso con acuerdos de subir hasta el 10% del precio, limitar promociones y controlar la distribución. Tecnoquímicas de Cali, Familia de Medellín, Colombiana Kimberly de Tocancipá y Drypers de Cauca. Dos de esas empresas (que están en reserva) que antes ofrecieron invitaciones todo pago a la competencia, sus directivos divinamente cantaron como curtidos delincuentes. Y también el papel higiénico y los cuadernos los revisa esta Superintendencia de Industria y Comercio, en manos de Pablo Felipe Robledo, que con el método de investigación con beneficios por delación ha logrado destaparlos.
Se ve en escala real el hueco de principios al que nos habituamos en la cueva de Alí Babá donde la malversación del dinero público ha pasado también al privado. El hurto se ha hecho habitual y en el hueco ético ya fuimos cayendo todos y, sin que haya sanción social, lo ilegal va haciéndose norma.
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