sábado, 28 de diciembre de 2013

La última palabra...

ELESPECTADOR.COM, WILLIAM OSPINA 21 DIC 2013 

William Ospina
La destitución del alcalde Petro y el debate que ha despertado muestran que la dirigencia colombiana sigue muy satisfecha con la realidad que tenemos.
Ni modo de culparlos, porque de ese estado de cosas derivan su riqueza, su poder y su soberbia. Pero al pueblo no le va igual de bien, y al país tampoco.
Es indiscutible que Petro ha cometido errores de vanidad y de inexperiencia. Pero nadie puede acusarlo de hechos criminales, y no es sospechoso del mal que carcome a Colombia: la corrupción. Sin embargo, desde que fue elegido ya había una campaña para impedir que se posesionara, todo el tiempo ha padecido maniobras impacientes para despojarlo del cargo que le dio la ciudadanía.
Todos sabemos la razón. En la Alcaldía de Bogotá suelen ponerse a prueba los futuros presidentes de la República. No se podía permitir que alguien que pertenece con firmeza a la oposición tuviera éxito en el segundo cargo más importante del país. Allí comenzó una campaña insomne y laboriosa para desprestigiar al alcalde, un esfuerzo vigilante para buscar su caída. No llevaba un año en el cargo y ya estaba en marcha una campaña revocatoria, supuestamente por no haber cumplido su programa.
Pero nada despierta más resistencia en ciertos sectores que los intentos de Petro por abrirle camino a su programa de gobierno. Porque difiere del modelo que se ha venido aplicando en la ciudad hace mucho tiempo, y aunque la izquierda ha gobernado varias veces, ninguno de esos alcaldes intentó contrariar el poder de las empresas que manejan los grandes negocios metropolitanos: no ignoraban la resistencia que están dispuestos a oponer al que quiera abrir camino a otros intereses de la comunidad.
La decisión de Petro con los servidores del aseo pudo ser una imprudencia, pero no es un delito. Los grandes empresarios, advertidos de la voluntad de no renovar sus contratos, resolvieron con toda intención no recoger las basuras, aunque es su deber legal prestar el servicio hasta el momento en que se los reemplace. No se trataba de combatir un servicio privado, sino de racionalizar un sistema que debe dar frutos para la sociedad, cumpliendo la ley que ordena formalizar la labor de los recicladores.
En las ciudades modernas esperamos que salga agua del grifo, pero nunca nos preguntamos de dónde viene limpia el agua y menos a dónde va después de que hogares e industrias la contaminan y envilecen. Nos encanta no tener que pensar. Del mismo modo nos gusta que los bienes de consumo nos lleguen sofisticadamente empacados en cartones, celofanes y plásticos, pero miramos con desprecio a esos seres anónimos “de rudas manos y de oscuros nombres”, que a medianoche, para evitar que el mundo se hunda en un mar de desechos, pasan por las calles reciclando nuestra basura.
A Petro también lo persiguen por pensar en ellos, por recordarnos que les debemos respeto y gratitud. Y a la maniobra de esas empresas que no quieren perder un negocio tan jugoso, el procurador, que ha convertido su cargo en un tribunal de arbitrariedades, no sólo añadió la destitución sino la muerte política del alcalde por 15 años. Su mensaje para la democracia es que millones de electores se equivocan siempre, pero un inquisidor iluminado por el rosario y la fe no puede equivocarse jamás.
Es una caricatura infame de la vieja república clerical que nunca acaba de irse, y esa torpeza despertó la indignación de los ciudadanos, que se lanzaron a las calles a demostrar que Colombia no es ya el país de Laureano Gómez y de sus cruzadas intolerantes.
Todos saben que el procurador se excedió porque actúa con espíritu sectario y fundamentalista. Todos saben que su decisión es un mensaje para los diálogos de La Habana: que los negociadores sientan que no hay garantías para los que se reinserten, que la democracia mantiene zonas de sombra con las cuales se puede negar en el momento oportuno la voluntad ciudadana.
Pero es extraño que muchos que critican la decisión del procurador recomienden, sin embargo, aceptar dócilmente la arbitrariedad, no poner objeciones, no expresar el desacuerdo. Muchos han empezado más bien a hacer cuentas alegres con la alcaldía vacante, y ya una legión de aspirantes hace fila ante la Registraduría.
El golpe del procurador despertó a la democracia dormida, y los ciudadanos se lanzaron a la calle a apoyar al alcalde. Entonces surgieron voces alarmadas que veían en los discursos del alcalde llamados a la rebelión, y ciertos editoriales hasta hablaron de una peligrosa polarización ideológica.
¿Es esa la democracia que algunos sueñan? Que mientras en el país impere un solo discurso, el del procurador, el de la vieja dirigencia, el de los empresarios que lo quieren todo, en el país reina la armonía. Pero cuando aparece una voz disidente, otra manera de pensar, otro modelo de ciudad deseable; cuando el país sale a las calles a expresar su voluntad pacíficamente, eso se llama polarización ideológica.
La verdad es que su verdadero nombre es democracia: la posibilidad de que en el espacio de la política se enfrenten posiciones distintas, para que ante ello la mayoría tome sus decisiones.
Dos campañas simultáneas se alzaron contra Petro: la destitución por un procurador sesgado y omnipotente, y la revocatoria impulsada por quienes ni siquiera querían que se posesionara. Las dos se han abierto camino a la vez, y Petro está enfrentando varios tentáculos de la misma hidra.
Pero como la democracia no puede seguir siendo un simulacro, nos falta otra vez la decisión de las urnas. Y ya veremos si, después de que el pueblo decida, todavía Torquemada quiere tener la última palabra.

* William Ospina

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