lunes, 23 de octubre de 2017

De polarización y odio a desacuerdos inteligentes


Por: José Manuel Restrepo

Hace carrera en el país la preocupación sobre la palabra polarizar. La Real Academia de la Lengua identifica cinco acepciones de dicha palabra y sólo una de ellas podría tener relación con la interpretación que pudiese generarse en Colombia: “Orientar en dos direcciones contrapuestas”. Otra definición habla de que polarizar es “hacer que se opongan dos o más tendencias o posturas”. Como quiera que se le introduzca, significaría entonces que existe un temor a que con alguna intención se busque exacerbar la oposición entre dos maneras distintas de entender una realidad. Así las cosas, la informal interpretación que muchos hemos usado es que estamos inconvenientemente alejando dos maneras distintas de percibir una realidad social, política, cultural o económica, entre otros.

Dicho lo anterior, puede ser aún peor creer que la salida a dicha “polarización” sea homogeneizar nuestra forma de pensar y nuestra aproximación a los problemas que vivimos como sociedad. Nada más aterrador que por evitar la polarización terminemos en un “pensamiento único” que ni construye democracia ni puede posiblemente dar respuesta a muchos problemas que enfrentamos. Mucho menos que ahora la única interpretación de la realidad responda a la posición de un gobierno u oposición de turno, sea cual sea su aproximación.

Quizás el primer paso que necesitamos dar como sociedad es el que recientemente propuso Bret Stephens en una conferencia académica en Australia y que fue publicado por The New York Times bajo el sugestivo título “The Dying Art of Disagreement”. El autor plantea que en la sociedad actual es cada vez más frecuente el desacuerdo en todo, así como el uso de juicios morales para descalificar al contradictor. De hecho, comenta el autor, esto acrecienta la polarización política en muchas naciones y convierte las diferencias en problemas personales. El punto es que los avances en la sociedad, en la educación y en la ciencia provienen de los desacuerdos, de las diferencias, de la diversidad. Sin embargo, la forma como es provechosa esta diferencia es cuando justamente el desacuerdo es inteligente. Un desacuerdo inteligente significa plena comprensión y entendimiento de la posición de la contraparte, para desde las debilidades de argumentación de la otra orilla, encontrar eventuales puntos en común acudiendo a la racionalidad de la diferencia, o por lo menos permite entender lo que lleva al otro a pensar de forma distinta.

De nada sirve convertir nuestros desacuerdos en diferencias personales que llevan a la descalificación grosera de la contraparte y con ello recrudecen la violencia y la temida polarización.

El problema no es entonces que exista polarización o diferencia, sino que no hemos sido capaces de construir un desacuerdo inteligente, y la consecuencia de no hacerlo es que estamos construyendo odios. Odios que se construyen de tres formas, como propone Carolin Emcke en su ensayo “Contra el odio”: La primera, cuando creemos estar seguros de lo que pensamos sin el soporte suficiente, sin el análisis, sin evaluar matices. Segundo, cuando metemos en un mismo saco las particularidades del caso (allí se vuelve fácil odiar porque todo entra en una misma bolsa, todo se etiqueta de forma general). Tercero, se odia fácil hacia arriba o hacia abajo, no hacia los lados, se odia entonces al que se considera diferente, alejado o distante, no al que está hombro a hombro conmigo, porque no he sido capaz de reconocer en el diferente sus dignidades y derechos.


El problema de la Colombia de hoy es que la polarización se fundamenta en las tres características del odio. En la política, por ejemplo, tanto en unos y en otros, encuentra uno el uso de etiquetas generales, falsas certezas de lado y lado y desconocimiento de la contraparte como persona con derechos y dignidad. Llegó el momento de no acabar con las distintas maneras de pensar, por el contrario, animemos la diferencia y más bien aprendamos a construir en el debate de las ideas por lejanas que parezcan y tratemos de construir políticas de Estado y no de gobierno, y una sociedad que sea capaz de lograr unidad en medio de la diversidad. Parece difícil, pero es necesario.


jrestrep@gmail.com; @jrestrp

Reflexiones al tema pensiones

Robar evadiendo impuestos

| 2017/10/12

 


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Con las presiones fiscales acumuladas, no existe excusa para no poner fin a la masiva evasión de impuestos por parte de quienes más tienen.

Luz Mary Guerrero es apenas la puntica del Iceberg de la millonaria evasión de impuestos en Colombia. Su tributarista y contadora son pálidos principiantes en este arte, si se comparan con los avezados “genios de la planeación tributaria”. Por primera vez en la historia nacional, la justicia va a tomar cartas en este asunto. Desafortunadamente vaticino que es más probable que afloren las debilidades del sistema actual a que se haga justicia.


Los principales evasores de impuestos son personas reconocidas, valiosas y admiradas en sus círculos sociales. Decirles evasores es un agravio y, ladrones, algo imperdonable. Genuinamente creen que le han dado mucho más al país de lo que el país les ha dado a ellos. Ellos duermen tranquilos.

La evidencia es más que suficiente. Es bastante conocido qué hacen las personas adineradas para evadir impuestos y pagar sobornos. Y esto le cuesta al Estado mínimo 4% del PIB al año, mal contados $30 billones. Esa es la evasión del 0,01% más afortunado de Colombia. Lo que para ellos representa apenas un apartamento menos en Madrid o el mantenimiento de los treinta caballos en el club o el yate para la parranda en los festivos equivale al costo de la educación pública para más de dos millones de niños.

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El país no tiene el espacio fiscal para seguir tolerando tanto abuso. La sociedad debe exigir que el sistema se reforme.

En primer lugar, es urgente que se legisle de forma detallada los crímenes contra la hacienda pública, como en Chile y Brasil, y se complemente con legislación sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Esto es necesario para asignar claras responsabilidades ante la justicia, a los dueños de las empresas, sus juntas directivas y sus representantes legales por cualquier acto ilícito de sus funcionarios que los beneficien.

En segundo lugar, es urgente crear una obligación explícita sobre abogados y contadores de reportar operaciones sospechosas de lavado, incluidas las tramas para evadir impuestos solicitadas por sus clientes. El secreto profesional entre abogados y clientes no puede seguir amparando todo tipo de ilícitos. El genio de la planeación tributaria, concebida con el claro fin de evadir impuestos debe responder ante la ley, al igual que sus clientes; a menos que denuncien a tiempo la operación sospechosa que se les solicita. Y si existe duda sobre la legalidad de lo que les solicitan sus clientes, están obligados a pedir concepto legal a Hacienda sobre el esquema en cuestión.

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El complemento a estas normas es la creación de incentivos económicos para que los contadores puedan incurrir en los riesgos de denunciar esquemas de evasión de gran tamaño de sus clientes. Por ejemplo, aquello que represente una evasión de impuestos de más de $3.000 millones en un año o $5.000 millones acumulados a lo largo de 2 o más años justifican que el contador reciba una compensación por informar oportunamente al fisco. Una colaboración efectiva podría premiarse con 35% de las sanciones y recaudo por ella generado. Los contadores son el eslabón más débil en esta cadena de ilícitos. Por ende, para atreverse a hablar deben tener garantías.

Finalmente, 4 asuntos sencillos: darle publicidad a la información tributaria de las personas jurídicas, incluidos los requerimientos para fiscalizarlos y la realización de registros a sus instalaciones. No existe argumento lógico para que no sea de conocimiento público cuánto pagan en impuestos las corporaciones; en segundo lugar, se debe obligar a que las cuentas bancarias de una empresa solo puedan ser utilizadas para manejar recursos directamente relacionados con la actividad de la misma. No la plata para pagar los gastos del yate, ni mantener la casa de campo, ni las vacaciones de los niños, ni el leasing de los carros que se entregan para sobornos, etc; modificar la forma en que se contabilizan los bienes y activos del 1% más adinerado de los colombianos: ese 1% tiene sociedades y múltiples predios; por ende, los valores de mercado, o el valor de los activos de la sociedad que le corresponden, deberían ser los referentes para calcular sus impuestos; y, por último, es necesario crear un registro electrónico de los beneficiarios controlantes de todas las sociedades no transadas en bolsa, las SAS no pueden seguir siendo un escudo que esconde a quienes las abusan.

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La Paz no se firma solamente, se construye con la voluntad política de lograr un país donde todo ciudadano cuente con la libertad de ser autónomo y decir lo que sea en conciencia sin que lo arrodillen; una sociedad donde se pueda progresar y donde existan garantías y oportunidades mínimas gracias a unas buenas instituciones públicas. Esto exige mínimo un recaudo de impuestos de 20% del PIB; la plata está en manos de quienes más tienen. Ya es hora de que le cumplan al país.





Reflexiones al tema pensiones

sábado, 21 de octubre de 2017

Necesitamos más estadistas y menos políticos..


semanariouniversidad.com, , Jun 21, 2016

Semanario Universidad

Otto von Bismarck, político alemán de finales del siglo XIX, acuñó la famosa frase de que: “El político piensa en la próxima elección.
Otto von Bismarck, político alemán de finales del siglo XIX, acuñó la famosa frase de que: El político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación”. Lo anterior  le permitió a Winston Churchill   cincuenta años después declarar que “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”.
Si hacemos un esfuerzo tendiente a determinar el contenido  y alcances de dichas máximas podemos  describir al POLÍTICO de la siguiente manera.
  • Es una persona que participa en la vida política electoral pero cuya mente es cortoplacista.
  • Piensa más en el beneficio y el resultado electoral inmediato que en el bien común.
  • Necesita ver resultado inmediatos para complacer al electorado a pesar de que estos sean pírricos e intrascendentes.
  • Le gusta decir al ciudadano lo que quiere escuchar y no lo que debe oír.
  • Trata de evitar que existan controversias y discrepancias so pretexto de que es un político conciliador y democrático.
  • Es una persona poco reflexiva y estudiosa.
  • Es una persona muy voluble al qué dirán y piensan de mí.
  • Promete construir un puente aunque no haya un río.
  • Se empeña en hacer lo posible imposible.
  • Se acomoda muy fácilmente a las circunstancias en función de lo que más les conviene.
  • Carece de una visión de país.
  • Se complace y necesita de la adulación.
  • Busca cualquier momento propicio para salir en la foto.
  • Utiliza todos los medios y recursos que brinda el poder del Estado para conseguir sus deseos y metas.
  • Siente que merece ser un gobernante perenne.
  • Divide a las personas en dos grupos: los instrumentos y los
  • Su prestigio lo alcanza por pura casualidad o por  circunstancias que ellos mismos no podían prever (Otto von Bismark).
  • No les interesa que los problemas se solucionen porque mantienen vigencia con la promesa de que sí los va a solucionar algún día.
  • Como nunca cree lo que dice, se sorprende cuando alguien sí lo cree (Charles de Gaulle).
El  ESTADISTA, a su vez, lo podríamos describir de la siguiente manera:
  • Su preocupación final es la próxima generación, por lo que su pensamiento y propuestas son a largo plazo y son de contenido profundo.
  • Lo anterior no le impide enfrentar y solucionar los problemas inmediatos y relativamente intrascendentes.
  • Es un ejecutivo eficiente y eficaz.
  • Sabe escuchar, asesorarse y tomar las mejores decisiones.
  • Prevalece en él su responsabilidad social sobre el interés personal.
  • Es un intelectual y pensador que siempre busca las mejores opciones de desarrollo para la sociedad.
  • Utiliza de manera efectiva los recursos que le brinda la democracia para solucionar los problemas sociales.
  • No le interesa la foto inmediata y vacía sino dejar huella en la historia.
  • No busca ni le interesa complacer a todo el mundo.
  • El estadista actúa con la convicción de que los problemas se tienen que resolver.
  • Sabe articular a todos los actores sociales amigos o enemigos hasta lograr consensos en la consecución del bien común.
  • Logra hacer lo imposible posible.
Nuestro país  ha tenido grandes estadistas (José María Castro Madriz; Juan Rafael Mora; Rafael Ángel Calderón Guardia; José Figueres, entre otros). Hoy contamos con muchos políticos en todos los ámbitos del Estado costarricense. 

Esperemos  que algunos de ellos empiecen  a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. 

¿Quiénes  podrán dar ese salto cualitativo y destacarse como verdaderos estadistas?

Estadistas vs. Gobernantes

gedeonsantos.com,
Gedeón Santos

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Desde tiempos remotos se ha intentado diferenciar al gobernante normal del excepcional. Para ello, se han utilizado expresiones como: “gran líder”, “figura histórica”, “personalidad”, “gran timonel”, etc., y en menor grado se le ha llamado Estadista*.

Tanto las ciencias políticas como la sociología han concentrado sus esfuerzos al estudio del líder, por lo que no hay trabajos consistentes que hagan una diferencia cualitativa entre líder, gobernante y Estadista. 

Sin embargo, la cantidad de gobernantes que producen las democracias constitucionales de hoy obligan a que se establezca una diferencia entre nuestros presidentes para que dicha diferenciación sirva de guía a electores, partidos políticos, sociedad civil y a la población en general a la hora de tomar decisiones que puedan afectar al país.

Los Estadistas son gobernantes extraordinarios que sólo surgen en tiempos de profundas crisis o en épocas de transición que por lo general implican transformaciones radicales o virajes históricos ya sea para proteger a una sociedad o para hacerla avanzar.

Es decir, son aquellos líderes cuya sensibilidad los hace comprender antes, con más lucidez y más profundidad una nueva situación histórica: intuyen los problemas rápidamente y actúan en consecuencia. En cambio, el gobernante ordinario actúa en tiempos de calma cuando la sociedad sólo necesita conservar la cohesión y la marcha normal del país, por lo que su actuación no requiere de condiciones personales extraordinarias ni la aplicación  de medidas radicales que estremezcan los cimientos de la sociedad.

Siguiendo la tipología de los liderazgos, podemos identificar dos tipos de Estadistas: el iniciador-revolucionario, que se caracteriza por promover profundos cambios, fijar nuevos objetivos y metas, diseñar estrategias, plantear y programar nuevas tareas y ser capaz de convertir todo esto en realidad; y el procursor** (protector-realizador) que se caracteriza por tomar iniciativas que ofrezcan seguridad a su nación especialmente frente a peligros exteriores.

La meta del procursor es conservar una determinada forma de vida, una cultura, así como valores y convicciones profundamente arraigados. El Estadista procursor se diferencia del iniciador-revolucionario porque sólo hace cambios para evitar que la crisis sea peor o para impedir que se produzcan males mayores. Es decir, el procursor no es un abanderado de lo nuevo por convicción, sino por coyuntura, pues promueve cambios sólo para superar las adversidades que confronta su sociedad.

La naturaleza del Estadista depende en gran medida de las características del país que le ha tocado gobernar, esto es: nivel de desarrollo, tradiciones, cultura, recursos, etc. Es evidente que existen determinadas cualidades que distinguen frecuentemente al líder como capacidad de oratoria, inteligencia, fuerza de voluntad, superioridad de conocimiento, profundidad de convicciones, solidez ideológica, confianza en sí mismo, capacidad de concentración, y en algunos casos bondad y desinterés; sin embargo, es muy difícil prever el surgimiento de un Estadista a partir de estas características.

¿Quién hubiese sido capaz de predecir en base a estos rasgos el surgimiento de Estadistas de la talla de Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill, Lenín, Napoleón, Bolívar o Bill Clinton? Ninguno de ellos respondía a estos requisitos hasta el momento de su aparición. Cada uno desarrolló en su terreno y contexto las cualidades que le confirieron unos rasgos singulares.

Se puede decir, que el Estadista no es sólo el fruto de capacidades o dotes excepcionales, o de su talento creador y emprendedor, sino también de una inmensa laboriosidad, de amplias indagaciones y de una gran perseverancia y tenacidad en el logro de los objetivos planteados. Por lo tanto, el Estadista no es un mesías, sino un hombre de carne y hueso con la sensibilidad y la preparación adecuada, que la historia encontró en el momento preciso y en el lugar indicado.

El Estadista, normalmente, tiene una personalidad orientada hacia el poder y hacia la adaptabilidad del cambio. Su ideología, visión del mundo y creencias, adquiridas durante el curso de su desarrollo personal, casi siempre están en correspondencia con las características de la crisis que le ha tocado enfrentar. 

Por lo general, el Estadista es el gobernante eficaz por excelencia, puesto que sus motivaciones, incentivos y habilidades se adecuan mejor que cualquier otro a los requerimientos del papel presidencial.

El Estadista es un fiel intérprete del interés nacional. Con frecuencia toma decisiones de alta calidad, pues casi siempre elige políticas u opciones que minimizan costos, riesgos y recursos y libran a las naciones de cometer errores que se traduzcan en descalabros y sacrificios inútiles. Los Estadistas fijan el momento de la acción decisiva basándose en un sereno análisis científico aportado por los mejores “cerebros”, pero también son capaces de aprender de sus errores y de las experiencias del pasado.

Por lo general, los Estadistas son grandes políticos, que se diferencian de los ordinarios, porque logran sintetizar en una sola persona las cualidades clásicas del político exitoso, esto es: pragmatismo, sagacidad, equilibrio, prudencia, habilidad para el consenso y, especialmente, sentido de la oportunidad y la conveniencia.

Esto los convierte en profesionales de la realidad, pues es allí donde ejercen su papel y no en otro escenario imaginario. Todas estas cualidades les son imprescindibles para lograr la cohesión de su partido, el equilibrio del Estado y la unidad de la nación; combinación sin la cual, resulta cuesta arriba sortear una profunda crisis o una necesaria transición.

Un Estadista puede nacer en cualquier nación no importa su tamaño, nivel de desarrollo, población o posición geográfica.

Si en una sociedad se presenta la necesidad histórica de transformaciones profundas o ésta se enfrenta a una crisis que pongan en peligro la existencia misma de la nación, entonces surgirá un Estadista con la energía y la capacidad para protegerla o para hacerla avanzar. Su nacimiento puede tardar décadas y pueden pasar años para que sus ideas den los frutos esperados, pero tarde o temprano ese líder excepcional aparecerá. Así, lo ha demostrado la historia.

Los Estadistas son portadores de las aspiraciones de fuerzas sociales y políticas cuyos intereses demandan de transformaciones que impliquen cambios en la composición del poder, pues por lo general estas clases y grupos sociales son los más afectados por la profundidad de la crisis y por las decisiones de quienes controlan el Estado.

Aunque son representantes de fuerza específicas, en algunos casos los Estadistas pueden lograr el consenso casi generalizado de su nación, especialmente cuando las consecuencias de la crisis afecta a la mayoría del pueblo, el que aspira a una salida sostenible y rápida al problema planteado.

Por lo tanto, no hay dudas que la condición de Estadista es situacional, pues depende de las características del movimiento social y del contexto específico en que éste actúa, lo cual quiere decir, que la marcha de la sociedad no depende de sus ideas o de sus aspiraciones, sino de las fuerzas sociales y materiales que interactúan en el proceso histórico.

El Estadista lo que hace es imprimirle al proceso su sello personal. Puede acelerar los procesos, facilitar sus objetivos, puede incluso contribuir a ahorrar sacrificios innecesarios, pero no puede detener la marcha de la historia. Naturalmente, que el desarrollo de un país no sólo se haya condicionado por las necesidades sociales, sino también por la capacidad, el talento y las cualidades personales de sus dirigentes.

El Estadista ha de ser un comunicador más que excepcional, pues superar una crisis profunda obliga por lo general, a tomar medidas que implican grandes sacrificios para la población, lo cual demanda de una especial capacidad de persuasión que oriente las percepciones, actitudes y conductas de la gente (que en las democracias modernas son votantes) hacia una clara comprensión de la magnitud de la crisis y de la necesidad de superarla.

Esto implica lograr que la sociedad acepte privaciones y sacrificios que en momentos de normalidad no aceptaría, lo que sólo se logra a través de la magia y la capacidad de un gran comunicador, mediante el uso de las más depuradas técnicas, recursos y equipos disponibles por la ciencia en ese momento histórico.

La profundidad de los cambios que promueven, la fuerza de sus argumentos y los resultados de sus actuaciones convierten a los Estadistas en modelos históricos a seguir.

Su vida y obra casi siempre son objeto de estudios, análisis e imitaciones. Por lo general, los logros de los Estadistas trascienden y perduran en el tiempo, pues como sus acciones son originales e innovadoras, siempre se proyectan al futuro. Además las crisis profundas y los líderes que las solucionan no aparecen con frecuencia en una sociedad, por lo que los cambios promovidos por ellos tardan en ser superados.

Finalmente, la condición de Estadista es exclusiva de una coyuntura en particular y no es transferible a otro momento histórico, por lo que cuando un Estadista quiere prolongar su mandato en el tiempo y actuar en una coyuntura nueva, por lo general se expone al fracaso y a la decepción, y peor aún, corre el riesgo de manchar su imagen histórica. 

Y aunque la nueva gestión de gobierno sea buena y en ella no se produzcan rotundos fracasos, por lo general son administraciones rutinarias, sin brillo y sin ninguna trascendencia.

Este fue el caso del Estadista inglés Sir Wiston Churchill, (primer ministro 1940-1945) quien luego de haber salvado a su país del avance facista (la mayor amenaza militar de su historia) salió derrotado en las elecciones que se celebraron meses después de finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Churchill no supo interpretar el momento de posguerra, ni el ánimo de la población profundamente afectada por la penuria económica, el elevado desempleo y la agudización de los conflictos sociales. Y aunque más tarde volvería al poder en el período 1951-1955, este último gobierno no sería malo, pero nada excepcional.

El hecho crítico consistió en que las cualidades y destrezas de este hombre singular (por demás premio Nobel de literatura 1953) estaban llamadas a ser efectivas en tiempos de guerra cuando la nación estaba amenazada, pero no en momentos de paz cuando lo que Inglaterra demandaba era estabilidad económica y justicia social. Es decir, Sir Wiston Churchill fue un Estadista en la guerra y un gobernante ordinario en la paz.

Como puede verse, el Estadista no es un líder normal ni un gobernante ordinario, sino un ser excepcional adornado de cualidades especiales potencializadas por una situación de crisis profunda o por un momento de transición.

El mejor ejemplo de cómo se comporta un gobernante ordinario y un Estadista nos lo ofrece el escenario de la crisis de los años ‘30 en los Estados Unidos.

Frente a un mismo hecho  histórico dos gobernantes (capaces e inteligentes por demás) consiguieron resultados diferentes.

El primero fue Herbert Hoover,  presidente durante el cuatrenio 1929-1933. Con mucho, fue el más dotado de los tres presidentes republicanos que le precedieron. De humilde extracción rural, amasó una fortuna y adquirió prestigio internacional como ingeniero. Durante la primera guerra mundial dirigió con extraordinario acierto la organización de ayuda a Bélgica y regresó a su país rodeado de fama y popularidad. Sin embargo, al cabo de un año de su elección, la economía comenzó a derrumbarse, y con ella su reputación, pues el crac producido en la bolsa de valores de New York, convertiría en una pesadilla su gestión de gobierno.

La de 1929, fue la peor crisis que los Estados Unidos habían padecido en su historia. Durante el período presidencial de Hoover el producto nacional bruto estadounidense disminuyó en un 27 por ciento y la producción industrial en un 50 por ciento. La producción de hierro y acero cayeron en un 59 por ciento, la producción naval en un 53 y la de locomotoras en un 86 por ciento. El sistema financiero había prácticamente colapsado con la quiebra de aproximadamente 5 mil bancos. El valor de las acciones cotizadas en la Bolsa de Nueva York cayó de 87 mil millones de dólares a 19 mil millones. El paro laboral pasó de 1,5 a 13 millones de personas, lo que representaba una cuarta parte de la masa laboral y los ingresos de los agricultores disminuyeron en un 70 por ciento.

Pero mientras Hoover, empantanado y perdido, fue incapaz de tomar las medidas que sacaran a la economía de las profundidades de la depresión, el nuevo presidente Franklin Delano Roosevelt (1933-1945), resuelto y audaz, no sólo intuyó la magnitud de la crisis, sino que la enfrentó, la superó y sentó las bases para el renacer de un nuevo Estados Unidos. Proveniente de las élites norteamericanas y con impedimento físico, Roosevelt no prometió, originalmente, soluciones radicales ni expuso un conjunto coherentes de medidas políticas. Pero mientras Hoover vacilaba Roosevelt prometía acción. 

En el que fue quizás el más famoso de sus discursos había dicho: “Lo que el país necesita -y si no lo juzgo mal su estado de ánimo exige- es una experimentación valiente y tenaz. Es de sentido común adoptar un método e intentarlo, si fracasa, reconocerlo francamente y ensayar otro. Pero, sobre todo, intentar algo” (Ver, “Los Estados Unidos de América”, Willi Paul Adams, pág. 304, Historia Universal Siglo XXI, volumen 30). Y efectivamente esto era lo que demandaba la realidad.

Roosevelt había intuido que la situación era originada por una escasez de demanda a la que se superpuso una crisis de confianza generalizada. Para enfrentar la crisis reunió en torno suyo a un grupo de intelectuales conocidos como “el trust de los cerebros” (Brains Trust) quienes le sometieron una serie de medidas radicales que sirvieron de base para la principal estrategia de su gestión: el New Deal o política de nuevo trato.

Lo primero que hizo fue romper con la tradición del presupuesto equilibrado del gobierno y utilizar al Estado como mecanismo estabilizador del ciclo depresivo, por lo que puso la maquinaria estatal en acción para asistir a los desempleados, subsidiar a los agricultores, elaborar proyectos de obras públicas a gran escala, asegurar los depósitos bancarios, financiar hipotecas para los adquirientes de viviendas, desarrollar la fabricación de armas a gran escala, etc.

Se puede decir, que el New Deal tocó todas las fibras de la economía y la sociedad estadounidense, pues se promovieron reformas financieras, fiscales, industriales, arancelarias, agrícolas, y comerciales. Asimismo, hubo reformas en el sistema de seguridad social, en la justicia y en el sistema político norteamericano. Tan profundas fueron las reformas introducidas por el presidente Roosevelt, que la mayoría de ellas gravitan todavía hoy en la vida cotidiana de los estadounidenses.

Su mayor logro fue haber salvado al capitalismo de una de las peores crisis de su historia. Aunque el auténtico legado de Roosevelt y del New Deal no fue tanto de tipo económico, social o político, sino de carácter psicológico, esto es: haber revolucionado las expectativas de la población y de los sectores productivos norteamericanos. Estas acciones, no sólo lo convirtieron en uno de los grandes Estadistas estadounidense de todos los tiempos, sino en una de las más connotadas figuras de la historia política mundial.

Como puede verse, estos dos gobernantes actuaron frente a la misma crisis. Sin embargo, uno tuvo éxito y el otro no. ¿A qué se debió? A que uno tenía las condiciones de Estadista y el otro carecía de ellas. Es indudable que Hoover era un hombre inteligente y de éxito en su vida privada, pero no poseía las cualidades que son propias de los Estadistas. Tal vez, si le hubiese tocado actuar en otro escenario, bajo condiciones diferentes (por ejemplo, la década de los años ‘20 que fue de calma y prosperidad), habría obtenido mejores resultados. Pero el presidente Hoover no estaba preparado para enfrentar situaciones de crisis profundas ni manejar etapas de transición, puesto que el éxito en estos momentos de la historia está reservado a los líderes excepcionales, quienes por sus capacidades singulares la historia suele llamarlos por el exclusivo título de: ESTADISTAS.

Gedeón Santos


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