Resulta que en Colombia la palabra corrupción está moda, como si fuera una novedad.
Tal vez porque el caso de Odebrecht fue la gota que rebasó
la copa, o porque el fiscal y el actual procurador enarbolaron la
bandera anticorrupción como meta de su gestión, o porque, como aduce
Claudia López, le llegó la hora a este tema “ahora que ya Colombia no
tiene como prioridad ni las Farc ni la paz”, como si los problemas
nacionales tuvieran que evacuarse de uno en uno. En buena hora el tema
pareciera prioritario, y ojalá desemboque en campañas agresivas y
generadoras de un cambio.
Desafortunadamente, así como es más fácil
empezar una guerra que terminarla, según escribió García Márquez, es más
sencillo que un país entero se corrompa que regresar a sus gentes al
cauce de la decencia y el trabajo limpio. Porque, como dijo Aldo Cívico
en columna reciente, en Colombia la corrupción se convirtió en un
sistema.
Pero no sólo en Colombia. El capitalismo salvaje,
aplicado sin barreras y escrúpulos, es culpable de la corrupción
generalizada, porque propicia el contubernio entre el sector privado y
los políticos, como bien lo ilustra el caso de Odebrecht, donde Bula
ofrece “utilizar sus relaciones en las comisiones tercera cuarta y sexta
para presionar a funcionarios que tenían que ver con la adjudicación”.
Los más ricos en todo el mundo se encargan de presionar gobiernos, de
cambiar las reglas en favor propio, y de financiar campañas a cambio de
favores, como bien lo explica en artículo reciente el premio Nobel de
Economía Angus Deaton, quien pone de ejemplo a las farmacéuticas, a los
banqueros y a los magnates inmobiliarios. Y los políticos se encargan de
mimar a grupos de interés para obtener poder. Agro Ingreso Seguro, el
elefante de Samper, las mafias de los contratistas en alimentación y
salud son sólo algunos ejemplos. O, de otro modo, la politiquería de
Vargas Lleras, que desde un cargo gubernamental y apoyado en la
propaganda sistemática, usa su fiebre constructora para crear alianzas
locales y catapultarse como candidato a la Presidencia.
No es sólo
afinando los sistemas de control como se combate la corrupción. Debe
haber, como propone el contralor Maya, una política de Estado que
implique prevención, campañas, incentivos a la delación y duras
sanciones. Pero es también una tarea de todos, pues la desviación moral
de parte de una sociedad puede llegar a convertirse en una verdadera
mentalidad extendida. En países como Colombia, donde la inequidad social
es la regla, y donde la justicia funciona mal, es fácil que florezca la
corrupción. Muchos excluidos quieren participar de la torta que
enriquece a los gobiernos y un grupo de privilegiados. Así se explica,
en parte, la aparición de la cultura traqueta y sicarial, que se
sustenta en la ambición, el resentimiento, la falta de escrúpulos y el
deseo de revancha. Y en la certeza de impunidad y de que los mismos
cuerpos policiales son corruptos. Parte de culpa le cabe también a la
educación, en su sentido más amplio —hogar, escuela, medios— por no
fundar en niños y adolescentes principios éticos inamovibles. De ahí se
deduce, tristemente, que acabar con la corrupción es una tarea lenta y a
mediano plazo. Y liderada, además, por alguien que no sea corrupto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario