La desaparición de las Farc hace visible la magnitud de la
corrupción en Colombia. Antes, los bombazos y atentados copaban la
atención ciudadana.
La violencia guerrillera creaba condiciones óptimas para el
aprovechamiento ilegal de recursos públicos por camarillas de poder.
Con el descenso en el número de víctimas ha caído el árbol que no dejaba
ver el bosque. DNE, AIS, Saludcoop, Caprecom, Glencore, Reficar, Panama
Papers, Odebrecht, Banco Agrario y otros escándalos muestran la
descomposición de empresarios y servidores públicos en toda su magnitud.
El
poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, reza el
dicho. Cuando los grupos económicos con posiciones hegemónicas se
enmaridan con el poder político, se configuran las condiciones propicias
para una tormenta perfecta que, de acaecer, tiene consecuencias
devastadoras sobre los esfuerzos de varias generaciones. Hoy, grandes
obras de infraestructura necesarias para el país no gozan de un futuro
despejado. Constructores responsables de su ejecución son beneficiarios
de sobornos y préstamos con dudoso respaldo, así como de la violación de
las reglas de sana competencia, con la complicidad directa de altos
funcionarios del Estado.
Más preocupante resulta que el fenómeno
de corrupción no parece ser episódico sino estructural. Charles
Ferguson, en el documental Inside Job (https://vimeo.com/27159349),
alertó de la complicidad del sistema financiero, pseudocientíficos y
empresarios corruptos en la búsqueda de enriquecimiento rápido con
desconocimiento de estándares de seguridad y manuales de buenas
prácticas, en una carrera enloquecida por acceder y controlar recursos
económicos y poder político. En nuestro medio, el extendido
desconocimiento de la ley y la debilidad de las virtudes ciudadanas en
élites gobernantes son caldo de cultivo ideal para el aprovechamiento
ilícito y el abuso.
La doctrina del mal menor hace finalmente
metástasis. La colusión de algunos empresarios y políticos, antes
tolerada como medio necesario para adelantar la guerra, hoy amenaza con
devorar los avances en la construcción de una sociedad más democrática.
Desde el Frente Nacional la población ha estado sometida a chantaje: los
pactos de élites desplazan la apertura política y niegan la igualdad de
oportunidades políticas. La modalidad más sofisticada del contubernio
entre dinero y poder es la apropiación de los medios de comunicación por
parte de grupos económicos. La costumbre de dar noticiero a hijos de
expresidentes mutó en algo peor: medios partisanos con candidatos
propios y tergiversación de los hechos, más parecidos a órganos de
propaganda política que a difusores objetivos e imparciales de
información.
La extendida captura de rentas públicas ha dejado al
descubierto que la corrupción no es exclusiva de lo público, como
pretendían convencernos los adalides de la desregulación y enemigos de
la intervención del Estado en la economía, sino que anida a lo largo y
ancho del sector privado. Algunas asociaciones público-privadas en
infraestructura ya evidencian la extensión de la devastación luego de
décadas de manguala torticera de empresarios y políticos. El país tendrá
que llegar al fondo, duela lo que duela, cueste lo que cueste, en el
desenmascaramiento de los responsables, ello si queremos darle una
oportunidad efectiva a la paz.
Sabemos que el problema es más
profundo, cultural, y su solución tardará tiempo. Bien lo decía Carlos
Gaviria Díaz al referirse a la corrupción, como recordara un colega
suyo: la tragedia que vivimos en Colombia se origina ante todo en una
falta de ética que, en el fondo y siguiendo a Wittgenstein, no es más
que una falta de estética, “ordinariez humana”.
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