La
ética es el requisito primordial en la administración del Estado.
Cualquier acción en contrario erosiona irremediablemente el motivo de su
existencia y altera la confianza de los ciudadanos en los propósitos
que encarna. En ese sentido, el Estado se debe prioritariamente a la
delegación que el pueblo hace a un grupo considerable de personas,
conocido como burocracia, para que lleven a cabo los fines estatales
esenciales y se consolide el bien común.
Estos fines esenciales comienzan, desde luego, por el servicio a la
comunidad, precepto que señala textualmente la Constitución en su
artículo segundo como razón de ser y objeto público básico. Sin el
debido servicio comunitario, con la responsabilidad y el honor que
significa servir a los demás, la estructura se viene al piso y las
atribuciones pierden total vigencia. Es lo que está ocurriendo, con la
corrupción, dejando al Estado en un entredicho deplorable.
La corrupción actúa, acorde con lo anterior, en sendos niveles. El
primero dentro de la órbita directa, es decir, afectando la institución
que se ve corrompida por la acción del burócrata que convierte el
despacho en una madriguera desde la cual derivar coimas y convertir la
preminencia estatal en un trampolín para zambullirse en el saqueo. Como
tal es un enemigo y un traidor a la propia entidad que dice representar.
Basta con mirar el purulento caso de Odebrecht para observar como la
ANI, creada contra el hedor que se originaba en las actuaciones del
INCO, se ha visto lesivamente afectada en su credibilidad. Quizá poner
toda la contratación bajo sospecha sería un despropósito. Pero, desde
luego, la dimensión de lo hasta ahora conocido, en consonancia con otras
perlas denunciadas por la Contraloría como Reficar o similares, ha
llevado al pasmo general.
El Estatuto Anticorrupción trajo algunos avances en la materia. Sea
la ocasión, ciertamente, para ponerlo decididamente en práctica contra
la locomotora corrupta de Odebretch, nada menos que una organización
internacional que tenía, al mismo nivel de otras vicepresidencias
adscritas a la presidencia, una amplia unidad facultada y dedicada a
comprar servidores públicos por el mundo.
Lo cual demuestra que la
corrupción no era una contingencia sino una práctica formal y rutinaria.
Una cueva de Alí Baba con sus ladrones diseminados por el orbe, con
Colombia de punto focal desde hace tiempo. En efecto, no solo una
persona jurídica non grata, para los colombianos, sino cuya lesión
enorme sobre el Estado nacional va mucho más allá de los once millones
de dólares de retorno por el cohecho.
De otra parte, un solo caso de corrupción en una entidad lleva
automáticamente a un nivel superior. Es decir, la erosión estatal
general. Como en los delitos de lesa humanidad, donde uno solo
de ellos afecta la totalidad de los seres humanos, así también con los
delitos contra el servicio público por cuanto comprometen la buena
marcha del Estado como organismo sistemático y unitario, fundamentado en
el servicio a la comunidad. Además, si esos delitos se comprueban en
todos los escenarios estatales, nacionales, regionales y locales,
todavía peor. Que es precisamente lo que se ve a diario en Colombia.
Cualquiera sea el delito, sin embargo, el resultado es el mismo: el
atentado contra el Estado Social de Derecho y los fines públicos
esenciales, para los cuales están instituidas, única y exclusivamente,
las autoridades.
En tal sentido, es posible que la corrupción, en sus diferentes
facetas, deba ser castigada inicialmente de acuerdo con los diversos
tipos penales en los que cae el malandro disfrazado de servidor público.
Pero adicionalmente, dentro de lo aquí expuesto en el otro nivel, es
decir, el atentado contra el servicio a la comunidad y los fines
esenciales del Estado, también ellos deben ser penados por conductas de lesa patria.
Porque muchas veces la opinión pública se confunde en los laberintos de
lo que significa el prevaricato, el cohecho, el soborno o el concierto
para delinquir, entre tantos tipos penales. Y lo que más interesa para
enfrentar la corrupción es el castigo a la traición a la ciudadanía y al
propio Estado, que deben ser, ambos, tutelados de forma general,
drástica y consecuente.
Instituir el delito de corrupción como de lesa patria, con
todas sus características y consecuencias, es un imperativo. Solo así el
Estado dejará de ser la plácida madriguera en que se ha convertido.
Reflexiones al tema pensional
http://jujogol.blogspot.com.
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