elcolombiano.com, 22 DE ENERO DE 2017
La toma de conciencia de que el país está devorado por la corrupción parece ser el proceso sociopolítico que se abre paso en 2017. Hablamos de toma de conciencia porque el conocimiento directo del problema, como lo reflejan las encuestas, lo tienen los colombianos hace mucho tiempo. La diferencia ahora es que de forma seria puede abrirse un proceso de reflexión y de verdadera exigencia de responsabilidades por parte de la ciudadanía.
Es tan inabarcable la manifestación corrupta de múltiples comportamientos que dinamitan la democracia y el funcionamiento del Estado que se hace preciso dividir su tratamiento. Hoy nos referiremos a su manifestación público-estatal, y en siguientes editoriales al papel del sector privado y el de la sociedad.
La corrupción está diagnosticada. El sistema político colombiano se fundamenta en un entramado clientelista que captura para sí las rentas y el patrimonio público. Engrasar toda la maquinaria es una práctica tolerada por los gobiernos, que de puertas para afuera pronuncian discursos contra la corrupción y promulgan leyes y normas, pero en la práctica permiten, incluso animan, que la red clientelista cope todo el manejo de la cosa pública.
El año pasado el entonces procurador, Alejandro Ordóñez, cifró el costo anual de la corrupción entre 20 y 22 billones de pesos. Hace menos de una semana el contralor general, Edgardo Maya, duplicó la cifra: entre 40 y 50 billones de pesos.
En 1993, decía ante las cámaras de televisión el fiscal general Gustavo De Greiff: “Que tiemblen los corruptos”. En 1998, dijo en su posesión el presidente Andrés Pastrana: “en mi administración no habrá espacio para la corrupción, y no será tolerada ni perdonada”. En 2002, Álvaro Uribe al asumir el mando denunció: “el Estado es ineficaz frente a la corrupción que maltrata las costumbres políticas”. En 2006 dijo que “nos llena de pánico la corrupción”, en la única referencia al fenómeno. En 2010 Juan Manuel Santos la mencionó cuatro veces y anunció que la combatiría sin contemplaciones. En 2014, al asumir su segundo mandato, no la mencionó ni una sola vez. Ni siquiera habló de transparencia.
Mientras tanto, en julio de 2008 el 38 % de los colombianos creían que la corrupción era un gran problema. Hoy es más del 80 % y creen que está empeorando (cifras Gallup Poll). ¿Y qué ven los colombianos? Que quienes deben controlar y castigar la corrupción terminan metidos de lleno en tramas corruptas. Ven a políticos que no sueltan de la boca el discurso anticorrupción, pero tan pronto amigos suyos son sancionados, proceden a nombrarlos nuevamente cuando cumplen el castigo: la corrupción es siempre la de los otros, nunca la de sus protegidos.
Siempre se ha dicho, con razón, que lo que sorprende es que ante el latrocinio sistemático aún se hagan algunas cosas en el país, cuyo nivel de corrupción es propio de repúblicas africanas: la percepción de corrupción nos ubica en el puesto 83 de 168 entre los menos transparentes (medición 2015 de Transparencia Internacional).
Todas las palabras están dichas, todos los diagnósticos, los discursos son vacuos por completo. Falta que quien pueda hacer algo lo haga: la justicia, los organismos de control, los medios de comunicación en lo que les corresponde. Y por supuesto la sociedad, tantas veces permisiva. Por lo menos hay cierto consenso en que este es el principal mal que enfrenta el país. Falta pasar a la acción.
Reflexiones al tema pensional
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