Ricardo Silva Romero, 8 de agosto de 2014
El gran reto que nos espera es desacostumbrarnos al fanatismo, a la brutalidad: el gran desafío de nuestra sociedad es hacernos conscientes de nuestra propia violencia.
Breve resumen del desastre: el Estado colombiano –que repito: en teoría somos todos alertándonos, conteniéndonos, protegiéndonos los unos de los otros– ha vivido ya sus nueve vidas a punto del fracaso, pero como si no bastara, tentado tanto por la lógica como por el dinero del narcotráfico, gobernado a medias por caudillos, tecnócratas y cínicos, y tomado, igual que un pueblo desarmado, por ejércitos impunes de terratenientes, se ha pasado los últimos veintitantos años tocando y cavando fondo.
Basta asomarse a las escabrosas noticias de última hora, escritas, dirigidas y protagonizadas por una serie de figuras públicas llenas de peros (ministros prófugos, congresistas embusteros, magistrados indignos), para ser testigo de la decadencia de nuestras tres ramas del poder.
Por supuesto, por los últimos cinco gobiernos han pasado miles de funcionarios que han hecho su trabajo, pero, como consecuencia de una larga descomposición de todos los estamentos de la sociedad, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial han sido invadidos por aquella astucia que es la inteligencia del mediocre.
Quiero decir que el desprestigio de nuestras tres ramas del poder –y esta profunda desconfianza en todas– ha engendrado lo que ya todos sabemos: un presidente insaciable convertido en senador exasperado, un procurador diestro y siniestro que devora funcionarios, un fiscal inesperado que gobierna en los medios. Pero que también, quizás por causa de tantos años de nefastas lecciones uribistas (“voten mientras no estén en la cárcel”, “sea varón”, “le doy en la cara, marica...”), no solo en lo público, sino también en lo privado, se ha vuelto costumbre llamar liderazgo al despotismo, ímpetu a la intimidación, valor al irrespeto.
Basta leer la noticia más desconcertante de esta semana para comprender que el gran reto que nos espera es desacostumbrarnos al fanatismo, a la brutalidad: creo que estará de acuerdo conmigo en ello, en que el gran desafío de nuestra sociedad es hacernos conscientes de nuestra propia violencia, todo aquel que se entere de que por poner en duda su buena reputación –en medio de una discusión asfixiante e inverosímil que él mismo emprendió desde su cuenta de Twitter: @_El_Patriota– un abogado uribista del siglo XXI llamado Jaime Restrepo tuvo a bien decirle “maldito guerrillero triple catre hijueputa”, “si es macho lo reto a un duelo”, “dígame dónde y cuándo y cuadramos esto”, “chandoso” y “escoja el arma” al mentado senador Iván Cepeda.
Comenzó ayer, jueves 7 de agosto, la enésima oportunidad para enmendar esta catástrofe social: eso es. Y sí, por supuesto: en los cuatro años que vienen, si no quiere ser relevado en el 2018 por el populista que sea (“dejen jugar al Moreno”, “mano firme, corazón grande”, “la bola va rodando, el tiempo va pasando”), el inexpresivo gobierno de Santos debe probarle a este país educado en la suspicacia que un puesto no es un negocio, que para ser nombrado no tiene uno que ser un “hijo de”, que los congresistas están dispuestos a representar a sus electores, que los jueces no son elegidos por sus mañas, sino por sus méritos, y que Colombia no fue derrotada hace mucho, mucho tiempo, y no solo le queda proteger a sangre y fuego la propiedad de los pocos de buenas.
Pero mientras tanto nos corresponde a todos, a esta tenebrosa e imprecisa suma de todos que llamamos “el Estado”, el penoso oficio de desaprender el dogmatismo, el caciquismo, la ceguera que hemos estado confundiendo con dignidad y con decencia. Suena imposible en un mundo en el que muy pocos dejan los baños públicos tal como estaban, pero quién quita que, como en una carrera de relevos, un día seamos capaces de devolver esto un poco mejor de lo que lo encontramos.
Ricardo Silva Romero
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