ELESPECTADOR.COM, Opinión |8 Ago 2013
Por: Columnista invitado
24.482 secuestros cometidos por las guerrillas entre 1970 y 2010: lo que demuestra esta cifra, recopilada por el Centro Nacional de Memoria Histórica, es que las Farc, el Eln y el Epl no intentaron cambiar la realidad colombiana, sino que, muy por el contrario, lograron adaptarse de manera formidable a ella.
Aquí no ha habido una revolución, ni siquiera un intento consistente de cambiar las reglas de juego a favor de los desposeídos. Aquí lo que ha habido es una disputa sangrienta, enconada debido a la ideología, por el control de los recursos que produce la sociedad civil.
A la luz del reciente e ilustrativo libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países, resulta evidente que las guerrillas han reproducido el funcionamiento de las más corruptas castas políticas urbanas. No han contribuido a incluir a los pobres en el sistema político y económico colombiano ni han modificado en nada las dinámicas de acceso al poder y adquisición de la riqueza. Al contrario, las guerrillas se convirtieron demasiado pronto en una élite extractiva, es decir, en una organización que explota económicamente al pueblo que dice defender. Basta hacer la cuenta. Tirando por lo bajo, un secuestro cuesta 20 millones de pesos. Si se multiplica este monto por 24.482, el resultado da una cifra escandalosa. Hay quienes extraen recursos desde los cargos políticos; hay quienes lo hacen desde las selvas de Colombia.
Todo esto con un añadido sórdido. La industria del secuestro es, junto con la esclavitud, la peor forma de explotar a una población productiva. La fuerza bruta obliga a que unos trabajen para que otros se enriquezcan sin tener que mover un dedo: “Usted y su familia, señor esclavo, señor secuestrado, tendrán que trabajar arduamente para que yo me pueda dedicar a labores más elevadas, como transformar el mundo o disfrutar de las cosas buenas de la vida. Mi única parte en ese negociado será garantizar que usted no escape o que muera en el intento”.
El uso sostenido de esta forma de enriquecimiento, a la que se suman la extorción y el robo de ganado, hace inevitable una pregunta: ¿Estarán las Farc dispuestas a dejar de ser una élite? Hoy son cabeza de ratón, imponiendo su poder en las selvas y zonas periféricas, pero quizás prefieran esto a convertirse en colas de león. No se trata de una cuestión baladí, porque con los paramilitares pasó justamente eso: no estaban dispuestos a dejar de ser una élite extractiva y por eso se metamorfosearon en bandas criminales. Abandonaron la fachada política pero siguieron con lo que les interesaba, que era la captura de recursos ajenos. Los paramilitares —lo demuestra el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica— no usaron el secuestro para drenar riqueza, sino la masacre y la intimidación. Secuestradores y masacradores: he ahí el rostro de estas élites extractivas.
Esto nos devuelve al inicio. Ni los guerrilleros ni los paracos han querido transformar el país. Han sido colombianos elitistas típicos, que no se han ensuciado las manos produciendo riqueza porque en los últimos 40 años han tenido para eso a la sudorosa y despreciada gleba.
*Carlos Granés
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