ELTIEMPO.COM, EDITORIAL , 19 de Agosto del 2013
En los últimos 40 años, los narcotraficantes fueron actores de primera línea en el cambio del mapa de la propiedad del campo en Colombia. Es una cruda realidad. Con miles de millones de dólares y sus ejércitos de sicarios a disposición, por décadas se hicieron con las mejores tierras del país, muchas veces ante el silencio de sectores del establecimiento que tomaron la vía fácil de no ahondar en la fuente de la que salía la plata con la que se pagaron fincas a precios muy por encima de su valor comercial. Y en otras, de la mano con el proyecto paramilitar, que desde sus mismos orígenes, a finales de los 70, tuvo entre sus objetivos principales defender los latifundios de los por entonces nuevos ricos de las millonarias ‘vacunas’ de la guerrilla, especialmente en el Magdalena Medio.
Con estudios de diversas autoridades y expertos académicos, que ponen la cifra entre dos y cuatro millones de hectáreas en manos de los narcos, es claro que allí está una de las vetas más importantes para poder cumplir uno de los grandes compromisos del Gobierno: reparar a las víctimas del despojo cometido por los actores armados en las últimas décadas. Más aún cuando los recursos aportados por los victimarios para cumplir su obligación de resarcir a quienes fueron afectados por sus crímenes siguen sin aparecer.
Como lo ha señalado este diario en reiteradas oportunidades, la entrega de bienes de los ‘paras’ que firmaron la paz con el pasado gobierno es el compromiso más incumplido de esas negociaciones, y no se ven posibilidades de que esta situación vaya a cambiar a pesar de que muchos de los jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia eran a la vez poderosos capos del narcotráfico y dueños de enormes fortunas que aún mantienen ocultas. Así las cosas, el Estado –es decir, los colombianos– terminará financiando el grueso de la reparación por vía administrativa, cuyo costo se calcula en unos 50 billones de pesos.
En buena hora el fiscal Eduardo Montealegre ha decidido crear un grupo de fiscales que persiga los bienes de los capos en el exterior, pues las ‘inversiones’ de la familia Castaño Gil en Panamá y Europa o de las de Salvatore Mancuso en Centroamérica, para citar solo algunos casos conocidos, siguen siendo invisibles para la justicia colombiana más de ocho años después del fin del proceso de paz.
Por todo esto, disponer de las tierras incautadas a los narcos para entregarlas a familias desplazadas es clave. Y justo. Cifras iniciales del Ministerio de Agricultura indican que hay al menos 400.000 hectáreas en los bienes del inventario de la liquidada Dirección Nacional de Estupefacientes, que tienen vocación agrícola y que pueden ser puestos a disposición de los jueces de tierras, especialmente en aquellos casos en los que las víctimas no pueden o no desean retornar a sus lugares de origen. No se trata, como señalan algunos, de hacerle un esguince a la obligación de recuperar las tierras despojadas, sino de aprovechar una despensa de predios que, a diferencia de muchos de los entregados por el Estado a campesinos en años pasados, tienen verdadero potencial de producción que se necesita para superar la pobreza endémica de esas familias despojadas.
Es lo más procedente. El costo que el narcotráfico le ha generado al país en violencia, corrupción y malas prácticas sociales es enorme y aún se siente. Por eso, los bienes que también con mucho esfuerzo y valerosos sacrificios han sido incautados a la mafia no podrían tener mejor destino que el de servir para reparar, que es sembrar la semilla de la paz.
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