ELESPECTADOR.COM, Editoria, 23 Ago 2013
Este país tiene muchas falencias, muchas injusticias, muchos retos. El Estado no ha hecho presencia efectiva en muchísimas zonas y ha abandonado a su suerte a muchísimos sectores. La distribución del ingreso, aunque ha mejorado, sigue siendo preocupante. El crecimiento económico, aunque ha beneficiado a muchos y ha expandido la clase media, está muy lejos de filtrarse suficientemente y llegar a los niveles deseados. Todos, absolutamente todos los colombianos, tenemos algo que reprocharle al Estado y tenemos razones para estar inconformes, y para protestar, y para exigir.
Así como todo ello es innegable, no huelga resaltar en estos momentos en que esas expresiones de indignación encuentran una salida con el paro campesino que la forma como expresemos esas inconformidades, como canalicemos nuestras frustraciones, es quizá la más importante diferencia entre los países que alcanzan un mayor nivel de desarrollo y de calidad de vida frente a los que aún no llegan a ese objetivo. Abundan en la literatura económica y jurídica referencias a la importancia de las instituciones —incluso en la protesta— para que una sociedad progrese.
Lo que hemos visto en esta semana, en ese sentido, ha sido preocupante. Protestas y bloqueos sin orden, sin mayor coherencia, con pliegos de condiciones incluso contradictorios, sin propuestas de soluciones. A algunos voceros de los cafeteros no les gusta la minería en el pliego cafetero, pero apoyan la minería en el pliego minero. Los camioneros quieren subir sus fletes, lo que afectaría el bolsillo de los agricultores. Se pretende que la sociedad en su conjunto los financie a todos. Y, a la vez, siempre seguiremos con la espada de Damocles de un nuevo paro, de una nueva revuelta, porque ninguna solución satisface plenamente.
Más incomprensible resulta la actitud de algunos voceros cafeteros del Huila que llaman a un paro para movilizar productores justo en el momento de la cosecha, y a pesar de que es precisamente en ese departamento donde están llegando a una mayor proporción de productores los generosos subsidios que el Gobierno ofreció en el paro anterior y que venimos pagando los contribuyentes. Si el bienestar y la dignidad de los cultivadores es la prioridad, resulta extraño, por decir lo menos, que se les afecte de esa manera en su momento menos penoso.
Decíamos en reciente editorial que parecía ser el momento adecuado para pensar en los liderazgos que pudieran transformar la justa indignación en cambios sociales y políticos. Advertíamos también en otro editorial anterior sobre los peligros de lanzarse a la movilización, por justa que fuere en sus motivaciones, sin medir las consecuencias que al final ellas podrían generar. Nada fortalece más nuestra opinión que el paro actual, dominado por la actitud del “sálvese quien pueda”. Los enormes problemas del campo colombiano no se van a solucionar con el arreglo independiente de cada sector productivo agropecuario.
Así, por ese camino, el Estado, la sociedad, los propios campesinos, todos finalmente, terminamos chantajeados por grupos que bajo el sobrenombre de “dignidad” nos van llevando a puntos de no retorno. Lo peor, esta incomprensible actitud genera que la violencia comience a reemplazar los diálogos y las negociaciones, que deben realizarse por los canales institucionales. Insistimos: los motivos para protestar y exigir cambios existen, criminalizar la protesta —incluso si se presenta infiltración de los armados ilegales, que no es ilógico— es negar la realidad que vive el campo colombiano, pero incluso para canalizar esa indignación la institucionalidad hace falta.
Aun cuando resulte más fácil, y más popular, sumarse a la gritería, va siendo hora de decir que estamos indignados con las pretendidas dignidades.
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