ELTIEMPO.COM, 01 de Agosto del 2013
Cuando a comienzos de la presente semana un comunicado del Gobierno informó que el Consejo de Ministros había dado la autorización para proceder con la venta de las acciones que la Nación posee en Isagén, nadie pensaba que el asunto tomara la trascendencia que ha adquirido. Tanto el Polo Democrático como los líderes del uribismo, con el expresidente a la cabeza, han expresado su desacuerdo con la eventual enajenación de la participación estatal en la compañía. Incluso, el propio Álvaro Uribe sostuvo que acudirá a los tribunales con el fin de evitar la operación por considerar que se trata de un recurso necesario para garantizar la infraestructura energética.
Semejante reacción merece al menos dos consideraciones. La primera tiene que ver con la actitud del exmandatario, cuya administración privatizó cerca del 20 por ciento de la empresa generadora, gracias a lo cual ingresaron a las arcas públicas unos 640.000 millones de pesos en el 2007. Y al menos en dos oportunidades posteriores existieron planes para vender el 57 por ciento restante, como lo certifican testimonios periodísticos y documentos del Ministerio de Hacienda de la época, en cabeza de Óscar Iván Zuluaga.
No deja de ser irónico que las razones esgrimidas en ese entonces hayan dejado de ser válidas ahora. Además, si se examinan tanto los 1.130 pesos por acción en los que se transó el primer paquete, como los cerca de 3 billones de pesos de los que se habló en el 2009 por el saldo, salta a la vista que ahora el negocio será mucho mejor. Según el Ministerio de Hacienda, el precio base es de 2.850 pesos por acción, lo que equivale a unos 4,5 billones de pesos, 55 por ciento más que hace cuatro años.
Sin embargo, el tema de fondo no son las incoherencias de un grupo de dirigentes que en su afán de hacer oposición parecen haber perdido la memoria. Lo que importa es si a la Nación le conviene desprenderse de un activo rentable y lo que piensa hacer con el dinero.
Al respecto, el criterio inicial debe ser el de asegurar que al Estado colombiano le vaya bien. En otras palabras, la valoración de Isagén tiene que estar sustentada técnicamente desde el punto de vista financiero. Adicionalmente, deben existir garantías de que los eventuales compradores no lleguen a tener posición dominante en un área estratégica en la que debe preservarse la libre competencia. Tampoco puede haber dudas sobre si un cambio de dueño afectaría la senda de expansión del sector eléctrico, cuya buena marcha es clave para el desarrollo del país.
Una vez se resuelvan esas incógnitas, el debate siguiente es qué hacer con el dinero. Los voceros oficiales han dicho que este se utilizará para financiar en parte el programa de construcción de autopistas de cuarta generación, calculado en más de 40 billones de pesos.
Destinar lo que se obtenga por la mayoría de Isagén a cerrar el descomunal atraso vial de Colombia tiene toda la lógica. Es verdad que una opción es endeudarse, pero no solo el costo de los intereses superaría con creces los dividendos que recibiría el fisco de continuar de socio de la firma, sino que lo responsable es remplazar un activo maduro por otro que es urgente y cuya rentabilidad social es elevada.
Dicho lo anterior, el Gobierno debe evaluar bien el momento de iniciar el proceso, sobre todo cuando no se han terminado las obras de Hidrosogamoso, el proyecto de mayor envergadura de Isagén. Pero cumplir ese requisito no obsta para proceder oportunamente con un plan de venta que tiene razón de ser.
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