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“En cambio yo voy una vez al año a Mesitas y vuelvo con un riñón colgando”.
Las anteriores son palabras de un obrero de la construcción, cuando vio por televisión la noticia de los cruceros del placer y del derroche en los que disfrutan la famosa magistrada, flamante presidenta de la omnipotente Corte Suprema de Justicia, y su cohorte de chupamedias (de la señora) que llevan ya varios meses celebrando la llegada de Ruth Marina Díaz – triste representante de la mujer colombiana – a uno de los más altos cargos de la justicia colombiana.
Ese es, sin embargo, el comentario más decente que he oído acerca del nauseabundo tema. Los demás, dichos en supermercados, canchas de fútbol, en cafeterías, tabernas y hasta en salas de profesores universitarios, mejor no los publico porque me pueden cerrar el blog.
El caso es que la ilustre doctora Ruth Marina Díaz por estos ídem da mucho de qué hablar, no por el despilfarro del dinero público en sí, sino por la manera cínica en que ha salido a defender lo indefendible apoyada en pueriles argumentos y con la férrea defensa de su ilustre amigo el también omnipotente y omnisciente procurador, su santidad Alejandro Ordóñez.
Por estas y otras razones le escribo una carta a la señora magistrada, con mis más fervientes deseos por que su hijo siempre tenga ingresos económicos que le permitan tener a la insigne mami revisando “negocios” en alta mar haciendo patria en los mares del mundo.
Dra. Ruth Marina, con el debido respeto:
Soy un colombiano del montón y presumo del honor de conocerla aunque sea por los medios de comunicación. Honor que, desde luego, no es recíproco porque usted no me conoce lo cual no la priva de mucho. Soy chiquito, gordo, feo, pobre, bruto, ordinario y un largo etcétera de defectos que me ponen en evidente desventaja con usted, alta, estilizada, bonita, rica, inteligente, elegante. Además, con todo lo que he trabajado, jamás he podido disfrutar de un crucero. Pero esto no es culpa suya sino mía porque Dios no me dio hijos tan generosos.
Pero la diferencia importante es que yo nunca, lea bien, doctora Ruth Marina, nunca he usufructuado ni un solo centavo que no me haya ganado con el sudor de mi frente ni me he aprovechado de las personas que están por debajo de mí (muy pocas) en la escala socioeconómica del país. Por eso, al igual que el amigo con cuya frase encabezo este escrito, solo voy una vez al año a Melgar; pero con todo y mis limitaciones económicas disfruto con mi familia unos pocos días en “tierra caliente” aunque tenga que venir a pedir prestado para pagar las facturas con que amablemente me reciben, a mi regreso, las empresas de servicios públicos.
Tal vez, Dra., de ahí salga al menos una semejanza con usted, aunque por diferente causa: no tengo problemas de conciencia, como presumo que tampoco los tiene usted. Mi profesor de economía política me dijo que las personas de su abolengo no padecen este tipo de enfermedades. A veces les duele un poquito la mulita por mucho cigarrillo o mucho traguito fino o por tanto leer en los barcos. Pero nunca se les enferma la conciencia.
Soy, doctora, de los miserables contribuyentes colombianos (bogotano, además) que nos duele hasta el pelo cuando un ministro de hacienda se inventa una reforma tributaria para meternos la mano al bolsillo o cuando los honorables concejales a instancias del alcalde se inventan un cobro por “beneficio” general. Por eso me duele comprobar hacia dónde se dirigen nuestros impuestos.
Señora, como puede ver, estoy hablando de dinero y, por supuesto, en mis palabras subyace un mensaje de cruel desesperanza cuando ocurren episodios como el que usted protagoniza. ¿Sabe por qué, doctora Ruth Marina? Porque la utilización indebida de fondos del Estado me muestra con claridad meridiana que los defraudadores del fisco hace mucho tiempo, y sin permiso de la Real Academia Española, borraron de su diccionario la palabra decencia.
Y no me refiero únicamente al costo o valor de un crucero por el Caribe. No. Hablo de las astronómicas sumas de dinero que ustedes nos cobran a los colombianos por trabajar unas escasas semanas al año. Si usted es católica, apostólica y romana como su amigo, su santidad Ordóñez, sabrá que eso es un pecado mortal que los puede conducir a la condena eterna. A propósito, ¿se enteró usted de que el papa Francisco dijo que los corruptos son el anticristo porque son adoradores de sí mismos? Yo le creo porque Francisco es el representante de Dios en la tierra, a menos que el señor procurador sea de diferente opinión.
Doctora Ruth Marina: en estos días en que el presidente Santos hace denodados esfuerzos por ganarse la reelección con un débil y quebradizo proceso de paz, le cuento una cosita; pues cómo le parece que nosotros los que leemos los diarios y las revistas creemos que la génesis de la violencia está en la inequidad social. Para saber esta verdad no necesitamos ser politólogos de Harvard ni ostentar descrestadores títulos académicos. ¿Sabe usted, honorable magistrada, qué es eso de inequidad social?
Siéntese que le voy a explicar. Inequidad social, doña Ruth Marina, es eso que hace usted en los cruceros, lo que hacen sus pares congresistas y sus negociados, lo que hacen en fin, los servidores públicos cuando malversan la plata de los colombianos. Voy a ser más claro: por ejemplo: cuando un político chocoano se roba la bienestarina de los niños pobres para venderla para alimento de cerdos, y no me refiero precisamente a los que la compran; cuando un clan como el de los Nule le roba casi mil millones de pesos al tesoro distrital; cuando un senador o representante, o concejal o alcalde, toma dinero que no es suyo sino de la gente y que cobra por un trabajo que no hizo, señora, eso es inequidad.
Más: cuando, producto de estos desmanes mueren centenares de niños por desnutrición, mueren ancianos por falta de asistencia médica básica, cuando crecen las pandillas de jóvenes delincuentes por falta de orientación y educación, cuando se desbordan los ríos en invierno por falta de previsión por robo de los recursos, etc., ahí hay inequidad. Eso, apreciada doctora, genera malestar que más tarde puede mutar en indignación y luego en rebelión. Por eso le digo con todo mi corazón de colombiano: el origen de la violencia está en la inequidad social.
Y, ¿sabe qué, Dra. Ruth Marina? Por más mediaciones de países amigos, por más respaldos de EE UU, de exsecretarios de la ONU, por más buena prensa que genere el candidato Juan Manuel Santos, NUNCA, NUNCA, vamos los colombianos a gozar de la paz que merecemos. Todo por culpa de usted, señora y de personajes como usted que no entienden que la paz no se hace en la Habana, ni en Caracas, ni en Tlaxcala. La paz se hace en cada rincón de la patria con seguridad, techo, educación, salud. El día que ustedes los mandamases de Colombia lo entiendan y actúen en consecuencia, ese día habrá paz. Mientras tanto no.
Colofón: me atribuyo la vocería de los colombianos porque en la facultad me dijeron que los periodistas somos la conciencia social de la nación y que es nuestro deber denunciar lo que nos parece que va en contra de la gente, de la moral y de las buenas costumbres. Ay hombe.
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