ELTIEMPO,COM, ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ, 11 de Junio del 2013
Alfonso Gómez Méndez
Una de las reformas sería quitarles a los magistrados las funciones electorales para que puedan dedicarse únicamente a lo que sus pares hacen en todo el mundo: fallar.
Los cuestionamientos que hoy se hacen, no siempre injustificados, a la administración de justicia no se dieron siquiera durante la tenebrosa época de la Violencia, cuando fue utilizada por los gobiernos con fines políticos.
Conscientes de lo que pasaba en su momento, los inspiradores del Frente Nacional, para devolverle respetabilidad a la justicia, establecieron la cooptación (las propias altas cortes cubrían las vacantes sin participación ninguna del Gobierno ni del Congreso) y la carrera judicial.
La cooptación funcionó bien, pero se la criticó por lo cerrado del mecanismo. La carrera judicial solo comenzó a implementarse casi 40 años después, y no de la mejor manera.
Esa cúspide de la legitimidad se alcanzó con la Corte Suprema –masacrada en 1985 en el Palacio de Justicia–, que ejercía el control constitucional, convirtiéndose en guardián del Estado de Derecho, y la misma que ‘tumbó’ dos reformas de la Constitución. A esa justicia de entonces la simbolizaba Alfonso Reyes Echandía, asesinado en medio de dos violencias.
Hoy, un ligero repaso de los medios escritos, radiales y televisivos muestra un panorama desolador: viajes injustificados de magistrados; incapacidad para elegir los reemplazos oportunamente, lo que da lugar a la desintegración de las mayorías necesarias para decidir; demoras hasta de dos años para copar una vacante; existencia de ‘bandos’ y grupos irreconciliables y hasta de ‘camarillas’, como lo ha denunciado el exmagistrado Hernando Yepes.
Aun cuando no es nueva, la lentitud en los procesos judiciales exacerba los ánimos ciudadanos. El Sistema Penal Acusatorio hace agua. Las audiencias se aplazan por meses. En unos casos, por los mismos hechos, los jueces de garantías dejan en la cárcel a las personas y en otras las envían en detención domiciliaria o en libertad simple. Hay procesos que marchan en unas instancias y en otras no. El reciente informe de este diario sobre el hacinamiento carcelario desnuda no solo el drama penitenciario sino todo el sistema penal.
Por fortuna, Ministerio de Justicia, Fiscalía General y Corte Suprema han integrado una comisión para que muestre al país cómo funciona realmente el mal llamado ‘nuevo’ Sistema Penal Acusatorio.
A propósito, la plenaria de la Cámara de Representantes debería aprobar esta semana el Código Penitenciario, uno de los instrumentos con que se busca afrontar la bomba de tiempo en que se han convertido los establecimientos de reclusión.
Los jueces colombianos, en su gran mayoría dedicados y probos, están llamados a cumplir un gran papel, no solo en la vigencia del Estado de Derecho, sino para encarrilar jurídicamente el proceso de paz que afortunadamente se avecina. Para eso necesitan legitimidad y credibilidad.
La Constitución de 1991 cambió para bien muchas cosas en Colombia. Pero en materia de justicia, el tiempo ha demostrado que en unos aspectos no fueron afortunadas las fórmulas concebidas y urgen algunas reformas. Por ejemplo, quitarles a los magistrados las funciones electorales para que puedan dedicarse únicamente a lo que sus pares hacen en todo el mundo: fallar.
Conviene también despojar de toda influencia política la integración de los altos tribunales, estableciendo un rígido sistema de inhabilidades e incompatibilidades para desterrar el perverso ‘clientelismo judicial’, de innegable ocurrencia frecuente.
Las presidencias de altas cortes deberían ser por cuatro u ocho años. Se puede pensar en periodos más largos y aumento de la edad de retiro, de manera que la magistratura sea la culminación y no el comienzo de una carrera. Y hacerle caso al maestro Darío Echandía, quien pedía a jueces y magistrados hablar sólo a través de autos y sentencias. La mayoría de jueces y magistrados de Colombia son los primeros interesados en rescatar la respetabilidad que parece perderse. ¡Llegó la hora!
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