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Bulevar de los días
Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Jamás una juventud había visto que sus mayores en edad, dignidad y gobierno se dedicaran a vacacionar con el dinero que se recauda de los impuestos y se malbaratara en excursiones en grupo, como los grandes bacanales antiguos, en modernos trasatlánticos.
Nada más refrescante y signo de buen tiempo que salir a darse un vientecito y una asoleada sobre cubierta en un barco. Desde allí se ve el mar con todas sus trenzas y las ballenas dándose un par de zambullidas. Uno no se acordará de su trabajo y toda la presión que da una vida agitada allí morirá por inanición.
Se podría pensar que este preámbulo o párrafo puede ser otra crónica de andanzas nuestras por aguas territoriales colombianas o mexicanas. No. Desafortunadamente no. Se trata de una manera de poner la situación de la justicia colombiana en perspectiva...
Muchas son las noticias ciertas y las consejas que se tejen en las calles y salas de juntas sobre las conductas poco edificantes de los prototipos de la justicia y del ejemplo que debieran dar quienes representan los máximos guardadores de la ética de un pueblo. Que un hampón se encuentre en un hotel rodeado de botellas de whiskey y de damiselas con corona y sea sorprendido en esos vuelos, es bastante comprensible. Que el diablo se encuentre rodeado de llamas también uno lo aprendió en el catecismo.
Pero que, como la prensa lo ha escudriñado, la ley se haya encargado de conceder unos beneficios, fuera de los altos sueldos y pensiones, a los altos dignatarios que administran justicia en una sociedad desigual, explotada por extranjeros, minada en sus subsuelos y burlada en su Congreso, no cabe en cabezas pensantes.
Nos acostumbramos a creer que un magistrado era más que un maestro, alguien que estaba por encima del bien y del mal. Quienes llegan a las Cortes son personajes que deberían saber lo que es decoroso e indecoroso, la diferencia entre un hombre raso, sin conciencia social, y un descendiente de Catón o Cicerón. Ellos están allí para hacer meter las manos al fuego a los demás por sus fechorías. Pero jamás una juventud había visto que sus mayores en edad, dignidad y gobierno se dedicaran a vacacionar con el dinero que se recauda de los impuestos y se malbaratara en excursiones en grupo, como los grandes bacanales antiguos, en modernos trasatlánticos.
Tales leyes estaba vedado conocerlas por el hombre común. Ignorábamos que existían y que los magistrados se estresaban más que cualquier otro ciudadano y se les concedieran tales prerrogativas y permisos. Se explica por qué, entonces, últimamente el principio de igualdad no se aplica. No es ético esgrimirlo cuando ellos son el paradigma de la desigualdad, la despreocupación y la falta a sus deberes. No les ha importado demorarse en llenar vacantes o desintegrar el quórum para decidir cuestiones para bien de la Nación.
Vergonzoso el espectáculo, postmoderno y de estilo punk grosero el que están dando peleándose en público para irrespetar los fallos de otro tribunal. Ahí sí se están igualando a la ignara plebe que toma su orilla y escupe a ver quién gana el pulso allá en la otra esquina del ring callejero.
No se trata de saber que hay una ley que así lo autoriza y legaliza hasta cierto grado de necesidad de descanso para ellos. Pero lo que hemos visto raya en la irresponsabilidad y el desenfado. No es compatible con la respetabilidad del cargo y las funciones que ante la sociedad deben cumplir. La gente está vapuleada por el desempleo, el mal pago en el trabajo, la imposibilidad de un descanso digno. Y nuestros magistrados están despilfarrando la oportunidad de ser un buen ejemplo de sobriedad y buen juicio. Todo el mundo entiende, menos el procurador, cuál es el límite de la sindéresis y cuándo empieza la extra–vagancia.
Basta ya al desenfreno, señores de las Altas Cortes, les dice el pueblo colombiano.
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