ELESPECTADOR.COM, editorial17 Jun 2013
EDITORIAL
Era obvio. El tema de una constituyente en el marco de un proceso de paz iba a surgir tarde o temprano. Y apareció ahora, con fuerza, no tanto por la propuesta de las Farc, que hicieron desde octubre del año pasado, sino por el ‘no’ rotundo con que el gobierno de Juan Manuel Santos respondió a esta petición.
La historia constitucional de Colombia ha estado marcada por cartas políticas que, una tras otra, son una respuesta a la guerra. Así que no era un despropósito pensar que tendríamos que afrontar esta posibilidad.
Ahora estamos, así no sea oficial, en la mitad de esta discusión. Las Farc pretenden que los acuerdos que están proponiendo, punto por punto, sean refrendados por medio de una constituyente. Lo básico: el instrumento más poderoso dentro de un ordenamiento jurídico que organiza los deberes y derechos de una sociedad. Y sus instituciones, y sus normas intrínsecas, sus valores y principios, así como el espíritu que debe guiar la acción de los funcionarios públicos. Y, por no ir tan lejos, a sus mismos funcionarios públicos y sus tareas. Habla de la guerra, de la paz, de la participación política, de la posibilidad de armar –o no– otras asambleas nacionales constituyentes. No es poco lo que piden, entonces.
Y no están solos. Las Farc, por su parte, hablan altisonantes: “No es comprensible que ad portas de iniciar una discusión sobre el punto de participación ciudadana, desde la delegación de paz del Gobierno se le pongan obstáculos a una propuesta fundamental de las organizaciones sociales y políticas”, dijo Iván Márquez en un discurso. Y, repetimos, no están solos: el uribismo, con toda razón (dentro de sus evidentes intenciones políticas), también quiere lo mismo. “Claro que nosotros nos le meteríamos. ¿Usted se imagina una constituyente con Uribe encabezando? ¿Se imagina cuántas curules ganaríamos?”, dijo el senador uribista Juan Carlos Vélez, ya no a la altura de un debate sobre la estructura de un Estado, sino más bien en uno sobre el poder político y electoral de un partido.
¿Por qué Juan Manuel Santos insiste en el ‘no’? Una Constitución, en primera medida, no es una carta de salvación para nadie. Fetichizar al extremo el uso de un instrumento jurídico es un error bastante visto y, además, es un hecho evidente, anotado por los constitucionalistas latinoamericanos más destacados. Y la del 91, que no es perfecta, sí fue hecha mediante un acuerdo democrático extendido que condujo a cambios (simbólicos, sí, pero también materiales) que nosotros estamos viviendo como sociedad. Y es joven: hace nada celebrábamos sus 20 años de existencia. ¿No les parece poco? ¿Poca maduración? ¿Poco entendimiento del instrumento?
Una constituyente es, ni más ni menos, una Caja de Pandora. Se sabe cuándo (y cómo y por qué) se abre, pero no cuándo se cierra. Ni qué trae entre sus discusiones y votaciones y acuerdos y preacuerdos. No se sabe nada. Cambiar las reglas más básicas del Estado suena inconveniente. Es la paz, sí. Hay que refrendar lo acordado, también. En eso coincidimos con Rodrigo Uprimny y Francisco Gutiérrez, quienes expusieron el mismo deseo en las páginas de este diario. Pero la idea extrema de la refrendación reside en una constituyente.
Hay puntos medios como, por ejemplo, una asamblea específica y limitada en el tiempo, que sirva para meter un paquete jurídico de este episodio particular de la historia colombiana, o hacer esos acuerdos políticos dentro del marco que contempla la Constitución vigente. No podemos quedar al vaivén de la incertidumbre. Menos cuando (porque una constitución es eso, una herramienta política) los tiempos políticos y las posiciones pueden radicalizarse tanto. Dejando, de nuevo y como en el pasado, a las minorías por fuera. De temer.
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