lunes, 17 de junio de 2013

Justicia enlodada...

elespectador.com,  Editorial |14 Jun 2013 

La justicia era la rama del poder público con mejor imagen en Colombia.

No hablamos de la del día a día, congestionada y lenta, que no llega, además, sino de la de las altas cúpulas: no solamente libre de tachaduras sino revolucionaria, muchas veces el último eslabón de la cadena que podía solucionar cosas. Ya lo hemos dicho en este espacio, la Corte Constitucional, por ejemplo, resolvió en muchas materias lo que el Estado en todo su andamiaje no fue capaz de hacer. La sentencia T-025 de 2004 (desplazamiento forzado) sirvió como modelo de un cambio social desde la letra de una providencia.
Todo esto, la imagen y la acción, la idea de tener allí a magistrados preparados y sentencias eficaces a nivel de política pública, todo, se empieza a ver ya como cosa del pasado. Esas cortes lucen distinto hoy: atrás quedó la imagen de una valiente Corte Suprema de Justicia, enfrentada de forma tenaz al fenómeno de la parapolítica. Hoy se trata de la corporación que retiró el apoyo a Iván Velásquez, exmagistrado auxiliar, quien, por esto, como se lo reveló a este diario una vez rompió su silencio, renunció a su cargo.
La imagen más fresca que tenemos de esta Corte, para vergüenza nacional, es la del crucero que hizo por el Caribe, en permiso remunerado, la presidenta Ruth Marina Díaz como detalle del Día de la Madre por parte de uno de sus hijos. En él se colaron, como por arte de birlibirloque, varios magistrados del Tribunal de Bogotá y uno de Villavicencio, algunos aspirantes a entrar a la Corte Suprema de Justicia. Está eso por un lado. El tema de los permisos remunerados, traducidos en la extravagante cifra de cinco días hábiles por mes. Pero está lo que se infiere por el otro: las amistades entre los miembros de la cúpula, los enroques, los favores, los nombramientos.
Una vez retirada por el presidente Juan Manuel Santos la esperpéntica reforma a la justicia (que los magistrados dejaron de criticar cuando les concedieron el favor de ampliarles el período), unos funcionarios hicieron un posterior Plan B que denunciamos en estas líneas hace un tiempo: el enroque a otra corte, como fue el caso de Francisco Ricaurte. Y caída la reforma a la justicia, por otra parte, fracasó también la que era probablemente la única buena idea de su versión final: la eliminación del Consejo Superior de la Judicatura, una máquina de burocracia y de ineficiencia.
Y el problema se expande. A la Constitucional, por ejemplo, esa joya de la corona de las altas esferas judiciales, que tiene en su haber no sólo un giro hacia una tendencia mucho más conservadora que puede costar en términos garantistas (ahí es cuando nos arrepentimos de que se haya convertido en una “supercorte”), a ella, repetimos, han llegado magistrados bastante cuestionados: como el recientemente posesionado Alberto Rojas Ríos, nominado por el Consejo de Estado, otro órgano trabado en la confección de sus providencias.
Todo. Acá no estamos hablando de un par de casos aislados, sino de una verdadera crisis que aqueja a esta rama del poder público, en otras épocas confiable y respetable. Llegó la hora, entonces, de abrir los ojos respecto a lo que nuestras altas cortes están haciendo. Ya no se trata de una denuncia particular, sino de un caso sistemático que no puede continuar. Ahí están los nombramientos, los carruseles, los amiguismos políticos, el miedo al procurador Alejandro Ordóñez (que ya es una tendencia extendida en todo el Estado) y, en últimas, lo que más importa: las sentencias. Ya no es lo mismo que antes.
Es por esto que debemos hacer una auditoría a lo que está sucediendo. Es por eso que el control, tanto ciudadano como legal, no puede esperar. ¿O esperamos?

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