Por: Cecilia Orozco Tascón
Dos jueces y otros nueve funcionarios judiciales fueron detenidos porque
hay rastros serios de que incurrieron en actos de corrupción.
Los procesarán bajo la sospecha de pertenecer a una banda que garantizaba que las investigaciones llegaran a los despachos de sus cómplices para conseguir un fallo favorable a quien les entregara hasta $100 millones. Vaya usted a saber cuántos bandidos terminaron ganándoles a los inocentes con el aval de un togado, cuántos culpables están hoy libres o cuántos ciudadanos de bien fueron víctimas de una inequidad sin reversa. Hace un año, Néstor Raúl Correa, entonces presidente de la Sala Administrativa del Consejo de la Judicatura, le envió al procurador un oficio en que le reportaba 488 procesos disciplinarios contra empleados del Centro de Servicios (desde donde se reparten los casos a los jueces). Solicitaba a Ordóñez que asumiera el conocimiento de esas investigaciones para “evitar su prescripción”. Había un recuento impresionante de irregularidades por extrañas fugas de presos, falsedad en permisos, pérdida de expedientes, falsificación de boletas y más. Que se sepa, el señor Ordóñez no hizo nada. Estaba ocupado persiguiendo a Piedad Córdoba, y hoy, según dicen los enterados, su atención se centra en acomodar teorías para destituir a Gustavo Petro, extendida ya la venia de la Corte Constitucional. Por mil motivos, no he sido ni seré defensora del alcalde, pero eso no me hace indiferente a la suerte de la democracia, que, a mi juicio, quedó herida de gravedad con la decisión contra Córdoba, que es contra el Congreso entero.
Volvamos al encarcelamiento del minicartel: a pesar de esa medida, continúa intacto el gran bloque de la venalidad judicial, entre otras razones porque quienes lo conforman pertenecen a los niveles altos de la estructura de poder en donde hay otros elementos en juego más allá del dinero, aunque este también tenga allí rol importante, no necesariamente en forma de billete. En esa esfera, hay mil maneras de pedir y recibir favores indebidos: amiguismo regional, religioso o político, clientelismo familiar, consideraciones sociales, intercambio de funcionarios manipuladores entre tribunales, acaparamiento de puestos directivos. Y lo más reciente: destrucción del nombre de los fiscales y magistrados rectos, bien con denuncias ante ese dechado de virtud que es la Comisión de Acusación, bien mediante unos reporteros desinformados que difunden versiones absurdas creyendo que entienden de derecho. Con estos, los avivatos de toga y birrete se frotan las manos de la dicha. El propio Néstor Raúl Correa ha sido objeto del matoneo de sus colegas, los intercambiables. Lo tienen a punta de indagatoria pues, ahí sí, la Comisión politiquera trabaja rapidito. Habría que revisar a cambio de qué.
Situación parecida enfrentan la magistrada María Mercedes López y la fiscal Marta Lucía Zamora. Disparan contra ellas como si fueran tiro al blanco. ¿Por qué? Porque la primera entregó las denuncias sobre el carrusel de las pensiones que ejercitó la penosa Sala Disciplinaria. En estos días la lapidaron mediáticamente con la disculpa de una tutela que falló en un intrincado caso cuya interpretación retorcida salió de uno de los personajes más cuestionados del carrusel. O sea, de uno de los afectados con la rectitud de López. No hay que ser Einstein para entender su deseo de venganza. ¿Y la fiscal Zamora, a la que también demandaron? Ella es la investigadora de la secretaria del grupillo carruselero. Redondo es, gallina lo pone. En Colombia los decentes pierden. La detención de unos servidores del primer escalón no significa nada. La corrupción está de fiesta. La justicia, enferma de muerte.
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