Por Antonio Caballero
Juan Manuel Santos no estudia ni planea: improvisa.
Y se le olvida lo que va improvisando, de modo
que vuelve a improvisar sobre lo improvisado.
Foto: León Darío Peláez / Semana
Amigos y enemigos, y simples conocidos, suponíamos que Juan Manuel
Santos llevaba toda la vida preparándose para ser presidente de la
República. No solo soñando con ser presidente, como sueñan todos los
colombianos. Sino preparándose concienzudamente para serlo: y en eso
era tal vez el único. Estudiaba, Prestaba servicio militar. Leía libros.
Escribía libros.
Santos llevaba toda la vida preparándose para ser presidente de la
República. No solo soñando con ser presidente, como sueñan todos los
colombianos. Sino preparándose concienzudamente para serlo: y en eso
era tal vez el único. Estudiaba, Prestaba servicio militar. Leía libros.
Escribía libros.
casaba. Se planchaba el pelo. Se quitaba la barba. Trabajaba en el periódico de su familia y en diversos ministerios de variados gobiernos de muy distinto signo (Gaviria, Pastrana, Uribe). Recorría el país y viajaba por el extranjero. Lagarteaba o conspiraba con los cacaos, con los subversivos, con los esmeralderos, con los parlamentarios, con los obispos, con los militares, con los exsindicalistas, con los expresidentes vivos y difuntos, nacionales y extranjeros.
Se carteaba con Anthony Giddens y con Carlos Fuentes. Montaba plataformas político-ideológicas: “tanques de pensamiento”, como se llaman ahora, pretenciosamente traducidas del inglés de Norteamérica, las tertulias de café. La de Santos, ambiciosamente, se llamaba Fundación Buen Gobierno. En fin: se preparaba para ejercer la Presidencia con el mismo esmero con que lo hacía para cazar un jabalí (también cazó jabalíes Santos) el cazador del poema de Marroquín La perrilla: el más hábil y el mejor alumno que tuvo Diana.
Y llegó por fin a la Presidencia, y entró pisando duro. Ley de Víctimas. Ley de Restitución de Tierras. Reforma tributaria “para hacer chillar a los ricos”. Anuncio estentóreo de que estaba decidido a pasar a la historia como un traidor de clase. Una mezcla de Alfonso López Pumarejo, Winston Churchill, Franklin Roosevelt, el Simón Bolívar del Congreso Anfictiónico y el Darío Echandía de “el poder para qué”, con una pizca del Nelson Mandela de la reconciliación entre blancos y negros, una sonrisa del Tony Blair de la “tercera vía”, y la suerte de Bill Clinton.
Pero, a la vez, arrepintiéndose de pisar duro. La audacia de Bolívar, pero con la cautela de Santander. El “new deal” de Roosevelt, pero aplicado por Ronald Reagan. El negro Mandela, pero desde el punto de vista del blanco De Klerk. Y la paz dialogada con las guerrillas de las Farc, pero en medio de la guerra: cincuenta mil soldados más para la operación Espada de Honor 2; y presentación del Marco Jurídico para la Paz, pero ampliación del fuero militar para la guerra.
Y en cuanto a la más importante –en mi opinión– de sus audacias, que es la paz con las guerrillas, ahora hace consultas con amigos y enemigos y simples conocidos sobre qué camino tomar: si continuar los diálogos, o suspenderlos, o romperlos. Si por él fuera, haría las tres cosas a la vez, para darle gusto a todo el mundo. Santos quiere gustar.
Recuerdo una parrafada de Cantinflas: tras decir que estaba en pro, y ante la sorpresa disgustada de su interlocutor, que estaba en contra, quiso aclarar: “No, sí: es que estoy en pro de los que están en contra, y en contra de los que están en pro”. Me da la impresión, al cabo de tres años de gobierno, de que al contrario de lo que creímos siempre sus enemigos, sus amigos y sus simples conocidos, Juan Manuel Santos no estudia ni planea: improvisa. Y se le olvida lo que va improvisando, de modo que vuelve a improvisar sobre lo improvisado.
Pero se le está acabando el tiempo, y no ha hecho nada. Por eso ahora, cuando al cabo de tres años lo único que está claro es que no tiene ningún proyecto claro, el único que le queda es el único que dice no tener: la reelección. Y la reelección depende de los votos: de los amarrados y predecibles de los politiqueros de la Unidad Nacional, pegada con mermelada –y de ahí la prima especial para los congresistas, que son sus dueños– y de los votos libres y volátiles llamados “de opinión”–y de ahí el mantenimiento de los diálogos de paz de La Habana.
El proyecto de la reelección no es un programa de gobierno, desde luego. Pero como a esa reelección va atada la posibilidad de la paz, habrá que tragársela. Porque Santos es el único –piensen en los uribistas, o en Vargas Lleras, o en un tercero: pongamos por caso, en Ingrid Betancourt–, el único que puede, si no lograr, al menos firmar la paz.
Ojalá no le pase lo que al cazador de La perrilla de Marroquín:
Y aquella perrilla, sí,
cosa es de volverse loco,
no pudo coger tampoco
al maldito jabalí.
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