INDIGNA MUCHO LA SITUACIÓN DE LA que fuimos testigos desde la mañana del jueves de la semana que termina: la Dijín entró en las oficinas de Paloquemao, donde se adelantan la mayoría de los procesos judiciales de este país, y capturó a 11 funcionarios de la rama. La corrupción en el Estado es escandalosa.
Pero duele mucho más que ésta llegue a quien es la última palabra a la hora de adjudicar derechos o negarlos. A la hora de imponer por ley la justicia. No es concebible.
No es posible que sea presumible —como hoy lo es— que entre unos funcionarios de la rama se haya instalado una mafia que cobra, cual sicario de calle, por beneficiar uno u otro proceso que el mejor postor esté dispuesto a pagar. Y así nos vamos enterando: 11 personas, entre ellas dos jueces de garantías, fueron capturadas porque, todo lo indica, crearon una organización criminal que cobraba entre $500.000 y $100 millones por direccionar unos procesos, favorecer otros o desaparecer los convenientes para su clientela, que debería ser la ciudadanía en general y no un puñado de interesados en torcer la ley con dinero. Pero no. Ya un juez, incluso, avaló dichas capturas.
Los cargos: concierto para delinquir, falsedad ideológica en documento público, prevaricato por acción, concusión, cohecho, revelación de secreto y tráfico de influencias. Esto daría 20 años de cárcel aproximadamente, pero, sobre todo, un reproche ético incuestionable a estas alturas. Para mirar con lupa lo que estuvo —¿está?— sucediendo a nuestras espaldas. La forma en la que unos funcionarios manosean nuestros derechos como si fuera un juego de salón.
La operación de la Fiscalía fue impecable. No sobra recordarlo, ni mucho menos reconocerlo. Para evitar prender las alarmas antes de tiempo, las órdenes de capturas fueron emitidas desde Boyacá. Cuando se hicieron las capturas, se adelantaron allanamientos en las casas y en los despachos de los jueces. Todo fue gracias a un testigo: un extraditable que dijo haber pagado una alta cifra a dichos funcionarios. A él se sumaron un excompañero de los 11, pruebas técnicas y documentales. El sistema electrónico de rotación —que elige el juzgado para el expediente— al parecer era usado para direccionar los casos hacia estos jueces comprados, para que fallaran a la conveniencia de lo que la plata dijera. Deplorable. Las palabras no alcanzan.
Ahora falta ver qué pasa con esos funcionarios. El ojo ciudadano debe estar encima de esta aparente enfermedad que se expandió sin que nos diéramos cuenta. ¿A dónde se remonta? ¿Cuándo empezó? ¿Qué más implicados hay? Esas son las preguntas que debe resolvernos —por imperativo ético— la justicia de este país. Y no quedar convencidos de que se extirpó el tumor por completo.
Ha dicho el fiscal general, Eduardo Montealegre, que se trata de un hecho aislado. Que el marco de duda sobre estos funcionarios no se puede extender a toda la rama judicial. Claro que no. Pero ante algo tan desconcertante y grave, la duda metódica debe prevalecer: una red criminal de este tipo tiene tentáculos. Bien grandes. Insospechados, de hecho. Y sería mejor curarnos en salud y que la Fiscalía ponga a disposición su capacidad para indagar si esto es verdad o no. Si 11 malas manzanas pudieron llegar más lejos y podrir otras partes de la canasta en donde estaban conviviendo.
Es una suerte, por supuesto, que un hecho como este, una sospecha de tan alto calibre, se haya descubierto y se hayan emprendido los correctivos y las investigaciones necesarias. Pero hay que saber, con plena certeza, si el cáncer fue más grave de lo que se piensa. Acá no se trata de condenar a nadie por anticipado, ni siquiera a los 11 que serán juzgados. Pero habiendo sospechas es mejor tomar todas las precauciones necesarias.
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