ELESPECTADOR.COM, Opinión
| 5
Jul 2013
Por: Gustavo Páez Escobar
La Rebeca, que pronto cumplirá noventa
años de haber sido instalada en Bogotá, es uno de los monumentos que más han
sufrido el maltrato callejero. En forma periódica se le hacen costosas
reparaciones, y al cabo de los días vuelve a causarse el mismo ultraje. Una vez
le pintaron bigote y le pusieron corbata. Después le rompieron la nariz y los
dedos. Qué insulto al arte y la cultura.
Lo mismo ocurre con la estatua de Sía,
la diosa chibcha del agua, cuya presencia en la capital cumple siete décadas.
Los vándalos acabaron con el cuerpo de la deidad tallado en piedra e invadieron
el sitio con infamantes grafitis que la mantienen con el rostro cabizbajo, como
apenada de vivir entre gente dominada por los peores instintos. Otro tanto
sucede con la mayoría de monumentos de Bogotá y de las capitales colombianas.
En el puente peatonal que desemboca en
la plazoleta de la carrera 17 con calle 98, las rejas que cubren los sumideros
han desaparecido, no sé cuántas veces, en manos de los azotacalles que viven al
acecho de cuanto puedan hurtar al amparo de la noche. Tapas de las
alcantarillas, sumideros, rejas y luminarias son elementos de fácil sustracción
por los rateros. También se apropian de adoquines y postes de la luz, lo que
tal vez suene exagerado, pero es la realidad.
Para tener una idea del daño enorme
que se produce a la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, que en
forma permanente repone los artículos hurtados, es preciso saber que estos
tuvieron un costo de 500 millones de pesos durante el primer semestre del año.
El costo mensual de las luminarias hurtadas es de 350 millones de pesos.
Por otra parte, están las averías
causadas a las señales de tránsito, cuya reparación representa un costo
aproximado de 1.000 millones de pesos anuales. Y la de los semáforos, 600
millones anuales. Cuesta otro dineral la reparación de los actos vandálicos
contra las estaciones de buses y de Transmilenio. El mantenimiento de estos
servicios tiene un costo exorbitante y debe realizarse con la mayor eficacia
para garantizar la vida normal de la ciudad. De lo contrario, vendrá el
caos.
Los grafitis son otro de los grandes
lastres que soportan los cascos urbanos. Esta tendencia arrasadora se estrella
contra el patrimonio público y privado, degrada la estética de las viviendas,
las fachadas de los edificios, los locales comerciales, las iglesias, los
muros, los puentes y los monumentos. Si con la permisión del grafiti se busca
el desarrollo del arte, habrá que preguntar de qué arte se trata, si en la mayoría
de los casos lo que se ven son horribles mamarrachos, trazos sin sentido,
leyendas o palabras injuriosas, mensajes obscenos o insulsos.
Al vándalo lo mueve un instinto
cavernario de destrucción y resentimiento social. Goza haciendo mal en la
propiedad ajena y camina impune por las calles, muchas veces armado de cuchillo
y garrote. Es amo y señor de su propia perversidad. Desafía el orden y las
normas, por ser un desadaptado de la sociedad. La sociedad lo enjuicia, pero no
lo regenera.
No es posible llegar a tal grado de
chabacanería, ruindad e inseguridad. Hemos caído en los abismos de la
frivolidad, la indiferencia ante el desatino, la convivencia con la ordinariez,
lo dañino o lo mediocre. En lugar de dolernos por lo que existe en forma
errónea, debemos rescatar la función de buen ciudadano que dejamos perder a
causa de nuestra permisividad o silencio cómplice.
A todos nos corresponde velar por la
ciudad. La ciudad es de todos. Existen normas para frenar los abusos del
vandalismo, pero poco es lo que hacen las autoridades en tal sentido. Hay que
comenzar por educar la conciencia cívica. Y al mismo tiempo reprimir los
desmanes que atropellan la vida civilizada.
escritor@gustavopaezescobar.com
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