ESPECTADOR.COM, María Elvira Bonilla
Cuando el año pasado, en medio de la
polémica desatada en torno a la elección del director administrativo del Senado
—claramente amañada para garantizar la sexta reelección de Emilio Otero—, se
denunciaron los privilegios y cuerdas que por debajo de la mesa manejaba el
cargo, nada se dijo del poder que tenía el secretario para darles a los
congresistas “una manito” para asegurarles a sus electores altas pensiones,
superiores a los 25 salarios mínimos que son su tope legal y que son más de 600
de las 1.030 megapensiones motivo de la demanda que cursa en la Corte
Constitucional.
Otero, como en ocasiones anteriores, contaba con los votos de
los senadores veteranos próximos a pensionarse, pero le faltaron los de los
jóvenes parlamentarios; su reelección se hundió en medio del escándalo.
Su poder era efectivo a la hora de validar la documentación o de
expedir las certificaciones necesarias para la liquidación de las pensiones.
Cual alquimistas medievales podían transformar un artículo superficial y
escrito a las volandas, generalmente por un tercero, en elegante y enjundioso
libro; o la simple asistencia a una reunión, ojalá internacional y con
inconfundible sabor turístico, convertirla en cursos de extensión con créditos
académicos incluidos. Movidas fundamentales para incrementar el monto de la
pensión que el afortunado congresista estaba próximo a recibir. Todo validado
por la firma mágica de los directores administrativos del Senado o de la
Cámara.
Pero su largueza con los recursos públicos no terminaba ahí,
pues entre los afortunados excongresistas con megapensiones se encuentran los
beneficiados con el carrusel de las palomitas para ocupar la curul,
generalmente los segundos de la lista y así hacerse merecedor a una pensión de
congresista.
El argumento de los derechos adquiridos, muchos de ellos con
picardía, no puede volverse una razón para no ajustar esa megapensiones a los
topes legales de los 15 millones de pesos, aunque así lo planteen procurador y
contralora y altas cortes, cuyos nombramientos también pasan por el Congreso.
Son derechos adquiridos de mala manera, con trampa o disimulo
que no son otra cosa que una mentira. Y esto es aún más claro si esos
privilegios con tufillo a ilegalidad, para ser generosos, se confrontan con la
realidad y las expectativas pensionales que enfrenta el colombiano de a pie que
debe trabajar duro y parejo para ganársela y aun así solo uno de cada seis
millones de colombianos con edad para jubilarse lo está efectivamente y 90 % de
estos con minipensiones que están entre los $566.700 y los $2’200.000.
Se trata de una profunda inequidad que ofende al país. Hay
quienes reciben lo que no se merecen y otros menos de lo que les corresponde y
una inmensa mayoría ni eso. Indudablemente tenemos un régimen pensional que no
funciona, que debe revisarse de cabo a rabo, pero ello no es disculpa para
mantener unas situaciones de injusticia e irregularidad que deben atenderse de
inmediato.
Difícil que la Corte Constitucional se dé la pela y ordene la
suspensión de las megapensiones, pero podrán revisarse una a una las
posteriores a la aprobación del tope de los 25 salarios mínimos, y ciertamente
no hay razón alguna para que el grueso de la población financie, con sus
impuestos, una vagabundería de estas dimensiones.
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