Por: GABRIEL SILVA LUJáN |
Gabriel Silva Luján
Los antipolíticos quieren sustraer de las urnas las decisiones colectivas mediante el expediente de deslegitimar a quienes se han ganado -con mucho trabajo- el respaldo popular.
Tengo un profundo respeto por la política, por mi profesión –politólogo– y por mi experiencia de servidor público. Esa actividad –que, según las encuestas, el 80 por ciento de los colombianos consideran indeseable, sucia, corrupta y costosa– para mí es la esencia de una sociedad civilizada. La política es simultáneamente un arte y un apostolado. Es el espacio donde aflora lo mejor y lo peor de una sociedad.
Esa realidad ineludible, que en la política coexistan los ángeles y los demonios, es propia de todas las actividades humanas. El problema es que de todas ellas la política es la más importante. A través de esta se decide la distribución del poder en la sociedad y la asignación de los recursos colectivos. Mejor dicho, es en esa esfera donde se determina quién manda a quién y quién recibe qué.
No deja de sorprender que algo tan crucial para la sociedad sea tan impopular. Sin duda, mucha de la culpa la tienen los mismos políticos. Con tanto escándalo de corrupción, de ‘parapolítica’, de amiguismo y de personalidades en las cárceles, quién se va a animar a metérsele a eso. Con razón, el 95 por ciento de los jóvenes que van a entrar a la universidad dicen que no tienen ningún interés en la política.
Pero, a pesar de las bestialidades que han hecho los políticos, mucho me temo que detrás de ese deterioro del interés colectivo en la política hay más que el simple desencanto. En esa erosión permanente y desenfrenada del prestigio de esta actividad se esconde algo bastante oscuro.
La antipolítica es una ideología como cualquier otra. Los antipolíticos quieren sustraer de las urnas las decisiones colectivas mediante el expediente de deslegitimar a quienes se han ganado –con mucho trabajo– el respaldo popular. Si en el imaginario colectivo todos los políticos son corruptos y zánganos, pues la conclusión obvia es acabar con el mecanismo que los produce, es decir, la democracia.
Ustedes habrán oído a los poderosos, cada vez con más frecuencia, argumentar en los cocteles que realmente aquí lo que hace falta es una dictadura. Ya hasta tienen candidato para el cargo de dictador benévolo. Y es que la política incomoda a muchos intereses.
La política incomoda a quienes quieren explotar una mina de oro en el páramo de Santurbán, hacer un hotel en el parque Tayrona o vaciar en el mar cientos de toneladas de carbón. Incomoda a quienes se ven obligados a hacer una consulta previa; a lograr que el concejo, la asamblea o el Congreso les aprueben un proyecto. Los funcionarios y los dirigentes, a nombre de la sociedad, han podido frenar tanta cosa inaceptable gracias al debate político.
Desafortunadamente, la ideología de la antipolítica se mete por todas las rendijas. Los medios de comunicación, especialmente la radio y la televisión, son una permanente caja de resonancia. Además, las redes sociales llenas, de anarquistas auténticos –y otros a sueldo–, con su superficialidad analítica, alimentan la bola de nieve.
La antipolítica se ha vuelto también una cultura institucional. Atacar a los políticos; remover a funcionarios elegidos democráticamente; arrojar sobre la actividad política un manto de duda; abrir procesos a diestra y siniestra, evidentemente es muy popular pero está socavando la credibilidad pública en la democracia.
La gran paradoja es que nadie parecería escaparse a la tentación de hacer política con la antipolítica. Hoy, para llegar al poder, hay que exhibir como trofeos las cabezas de quienes se atrevieron a meterse en la política para servirle al país.
Díctum. Por sus actos los reconoceréis. Ya sabemos que Santos va por la reelección. Uribe, también.
Gabriel Silva Luján
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