No son buenos tiempos los que corren para la justicia en Colombia. El país que se precia de contar con varios de los más brillantes juristas y algunas de las instituciones más respetadas del continente se ve de nuevo sacudido por los escándalos de su aparato judicial. Una situación que, desafortunadamente, empieza a volverse recurrente y que se refleja hasta en las encuestas: la más reciente de Gallup señala que al menos siete de diez colombianos tienen una imagen desfavorable de su sistema judicial.
El escándalo, uno más, del que es protagonista el magistrado de la Judicatura Henry Villarraga ha tomado, sin embargo, tales dimensiones que logró revivir en la agenda pública la necesidad de una reforma de fondo. Es un asunto que había pasado a segundo plano tras el desastre del proyecto que fue aprobado el año pasado por el Congreso y que tuvo que ser hundido por el Presidente de la República ante la cantidad de ‘micos’ que le aparecieron después de las sesiones de conciliación entre Senado y Cámara.
Como entonces, la desaparición del Consejo Superior de la Judicatura y de la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara –que para muchos son los órganos más cuestionados de todo el aparato de justicia del país– es el punto de partida de una cirugía muchas veces anunciada y tantas otras frustrada.
Se trata, en efecto, de dos instituciones que no brillan por sus resultados ni su transparencia. La Judicatura, que fue concebida por la Carta del 91 como garante de la independencia de la Rama Judicial –la Sala Administrativa– y como guardián de las acciones de jueces, fiscales y abogados –la Sala Disciplinaria–, no parece resistir un cuestionamiento más, y aun así las actuaciones de algunos de sus miembros no dejan de sorprender al país. El polémico Henry Villarraga es tal vez el exponente más representativo, pero no el único, de estos comportamientos indeseables, que, además, parecen rayar en lo delictuoso. Incluso así, como ha pasado en decenas de casos, es poco probable que los graves hechos conocidos por la opinión pública terminen en un proceso penal y disciplinario transparente.
No hay que llamarse a engaños. La Comisión de Acusación –que ha sido cuestionada en varias ocasiones por la cercanía de sus miembros con los magistrados de la Sala Disciplinaria de la Judicatura– ha tenido en sus manos denuncias de gravedad similar contra Villarraga y varios de sus colegas –el famosos ‘carrusel’ de pensiones, por citar solo un caso– y no ha actuado. Nada indica que en esta ocasión vaya a obrar en forma diferente. Parodiando al ministro del ramo, Alfonso Gómez Méndez, en una entrevista con este diario, tras el fracaso de la pasada reforma, que las borraba del mapa institucional colombiano, tanto la Judicatura como la Comisión de Acusación tuvieron su segunda oportunidad sobre la Tierra, aunque la siguen desaprovechando una y otra vez.
Pero las decisiones sobre problemas tan graves no deben ser tomadas, como bien lo advierte la Corporación Excelencia en la Justicia, con cabeza caliente. El momento político, en pleno final del Gobierno y del actual Congreso, no es el mejor, y, sin duda, un proyecto de tales alcances debería ser punto prioritario en la agenda del triunfador de las elecciones presidenciales del año entrante. Lo cual no implica, por supuesto, que no se avance en la construcción de una iniciativa de consenso que, manteniendo la independencia administrativa de la Rama, corrija las desviaciones en las que ha incurrido la Judicatura y le dé al país, por primera vez, un órgano que tenga la vocación y los dientes para rondar las actuaciones de los más poderosos funcionarios.
Eso, además de otros temas claves, como garantizar que a las magistraturas solo lleguen los mejores, y la supresión de las odiosas puertas giratorias entre las cortes, por mencionar solo algunos puntos prioritarios.
La Corte Suprema y el Consejo de Estado han anunciado su intención de apoyar la discusión de una reforma. Importante anuncio, pues otra crítica que se les ha hecho a los integrantes de todos los altos tribunales es la falta de iniciativa para corregir el rumbo de una justicia en la que, desafortunadamente, los colombianos empiezan a perder la confianza.
Precisamente, para recuperarla, hay acciones que no requieren sofisticadas reformas constitucionales ni leyes estatutarias, sino el compromiso de los operadores de la Rama para administrar justicia pronta y cumplida, lo que incluye también disposición para que su desempeño pueda ser evaluado.
La verdadera reforma, si no revolución, de la justicia en Colombia pasa, sin duda, por depurar los comportamientos de quienes ostentan sus máximas dignidades, pero también por lograr que los colombianos recuperen la confianza en que sus disputas se resolverán sin miramientos distintos de los que impone la ley y sin las dilaciones que llevan a que los expedientes duerman años enteros en los anaqueles de los juzgados.
Los altos magistrados, sobre los que también llueven críticas por sus frecuentes viajes, también tienen en esto la oportunidad de marcar un mejor rumbo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario