Ricardo Silva Romero
Debí decir 'un hombre reducido a discípulo amado', simplemente 'un hombre', pues nada tiene de 'serio' presentárseles a los electores como un muñeco de ventrílocuo.
En la ya lejana columna del viernes primero de noviembre, que titulé ‘Uribismo’ a falta de una realidad mejor en un país mejor en un mundo mejor, me referí al candidato presidencial Óscar Iván Zuluaga como “un hombre serio reducido a discípulo amado”. Rectifico aquella frase, a continuación, cumpliéndole una orden terminante a esta sensación de que esto no puede seguir siendo lo mismo. Debí decir allí “un hombre reducido a discípulo amado”, simplemente “un hombre”, pues nada tiene de “serio” presentárseles a los hastiados electores colombianos como un muñeco de ventrílocuo, como un loro en el hombro que va dejando regadas por ahí las palabras “terrorismo” y “castrochavismo” con el gastado timbre de voz de quien despierta a un ejército dormido. Será sagaz. Será astuto. Será una manera tajante, de antaño, de reducir la campaña que viene a “la paz versus la guerra”, a “el uribismo contra lo demás”. Pero serio no es.
No es fácil ser injusto con Uribe ni con Santos: para lograrlo, para pasarse de esa raya que queda tan lejos, es menester volverse santista o uribista. Pero no hay que ser un adivino para saber que en los meses que vienen seremos testigos de una batalla rancia e iracunda entre aquellos que hasta hace nada eran los mismos, pues, por muy poco, sí lo son. Ya está. Se ve ya la batalla marchita que viene luego de la aburridísima escena en la que Santos declaró, cansino, que buscaría la presidencia “para terminar la tarea”; Zuluaga se puso de inmediato su máscara de Uribe –o viceversa– con el propósito de lanzar su monólogo justiciero de 1886; y los demás candidatos de siempre, que han estado perdiendo terreno con el voto en blanco (bienvenidos, señoras y señores, a “la ola blanca”), en vano trataron de probar que hay un punto medio entre la guerra y la paz.
Ya está, sí, se ve venir. Y se verá ese largo domingo de elecciones del cual tengo ya el recuerdo.
Se ve que no hay nada en Colombia “de otra época”. Que estamos atrapados en el mismo relato de hace décadas. Que el conflicto armado, que seguimos narrando y leyendo, antes de que termine, como una historia ajena protagonizada por cifras escalofriantes, va a ser de nuevo el corazón de la campaña. Que la misma generación que viene naufragando en la presidencia desde 1990 volverá a disputarse ese “gobierno” devaluado que, como todo lo que tiene que ver, hoy, con el poder, se ha estado volviendo el problema de un pequeño elenco que interpreta todos los papeles desde hace mucho tiempo. Que los políticos de mi generación, que a fuerza de canas tendrían que rectificar todo esto y deberían ya haberse pensado un país, seguirán cargándoles la maleta a los de siempre como si fueran eternos novatos, pasantes perpetuos.
Si fueran los protagonistas de una novela de iniciación, de La isla del tesoro, por ejemplo, tardarían toda la juventud en aprender la decepción.
Allá ellos. Que la siguiente generación, que no se cree el cuento de que aquí nada es posible, los pase de largo como una rectificación. Mi punto es que ya debería yo haber dicho, a estas alturas de mi calvicie, que Zuluaga no está siendo serio. Dios: otra vez la mentira de que estamos postrados ante el terrorismo, otra vez el embuste de que las tropas están desmoralizadas, otra vez la falsa indignación para demostrar que la derecha culposa de Santos no es la derecha encarnada de Uribe (“voto por el doctor Zuluaga porque nos llegó la hora de la venganza”, gritó un oyente de la W desde New Jersey) y otra vez el cuentito amañado de que toda la culpa la tiene una Bogotá supuesta, del siglo XIX, en la que no ocurre el país. Dios: eso no es “serio”, “serio” no era el adjetivo. Tal vez “obsoleto”. Quizás “decadente”. De pronto “caduco”.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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