Vivos de la política, que exhiben sus baúles de votos para obtener, a cambio y al mejor postor, un nombramiento importante, sólo importante, sin que interesen sus conocimientos, su voluntad, su disposición.
Los votos son su seguro. Los consiguieron con la promesa de un puesto, de un contrato o de un ascenso. Tú me das 10 votos, yo te doy un empleo. Luego, en mitines o con periodistas pagados, hablan de democracia, de las instituciones y del progreso. Y más luego, en secreto, le piden a un juez que esconda un expediente en su contra porque ellos también conocen otros secretos, los secretos de ese juez.
Vivos de la intelectualidad que se prostituyen por un halago o una imagen, que se reparten los premios, los viajes, las ponencias en los congresos y en las ferias, que se desgastan en interminables peleas cuyo fondo, siempre, es un asunto personal, un problema de vanidades, aunque intenten disfrazarlo de ideas. Se hacen amigos de los periodistas para que los periodistas hablen bellezas de ellos, y viceversa. “Tú eres el mejor; no, eres tú”. Forman grupos inexpugnables que denominan “de arte o de pensamiento”, pero en el fondo funcionan para proteger sus intereses, para blindarse y decidir quién puede “triunfar y quién no”.
Vivos de la calle que se les atraviesan a los demás, que no respetan filas ni semáforos ni transeúntes, que incitan a la violencia porque de ahí, de la violencia, sacan ventajas pues se educaron en la ley del macho. Ser más fuertes, para ellos, es tener armas y amenazar, conseguirse una camioneta para amedrentar a los demás y decirles, gritarles, “soy más que ustedes”. En sus trabajos defienden sus mínimos espacios acusando a los demás para aniquilarlos, y creen que ser pusilánimes con los poderosos les da la entrada a su mundo. En sus casas y en la noche, por fin, les repiten a sus hijos lo que les dijeron a ellos: “No se deje, mijo”, “usted siempre primero”, “todo vale”, “haga plata, por las buenas o por las malas, pero haga plata”, “hay que ser vivos”.
Uno intenta imaginarlos cuando eran niños, “cachorros de buenas personas”, como decía Serrat. Uno intenta comprenderlos y creer que no fueron ni esta sociedad ni este país los que los volvieron así, vivos.
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