Álvaro Uribe, con todo el poder y la popularidad de que gozó en su primer período presidencial, hizo aprobar un cambio constitucional para permitir la reelección del presidente por una sola vez.
Luego, en su segundo período, con una pirueta al peor estilo caudillista latinoamericano, quiso ampliar esta enmienda una vez más, pero la Corte Constitucional, en un acto de independencia que la honra y nos honra como país, rechazó ese intento por inconstitucional. Con esa providencia la Corte demostró que no siempre nuestra democracia es de papel, y que al menos esa rama de la justicia actuó con valentía y honradez. De esa manera una reelección diseñada con nombre propio quedó en pie para sus sucesores.
Ahora el presidente Juan Manuel Santos quiere hacer uso de esa posibilidad y, sin haberlo previsto, Uribe y sus amigos tienen que tragarse una cucharada de su propia medicina: deben enfrentarse con alguien que tiene la ventaja de estar en el poder al mismo tiempo que compite por la reelección.
La trayectoria política de Santos puede verse como la de un traidor —eso sostienen Uribe y sus aliados—, pero también puede verse como la de alguien que no es un adepto a ningún partido o ideología, sino un pragmático —otros dirán oportunista— que se adecúa a las circunstancias. Winston Churchill cambió dos veces de partido, y no hay quien le niegue su talla de estadista. Uribe traicionó momentáneamente a Santos durante las últimas elecciones (al demostrar su preferencia por Andrés Felipe Arias), y ese titubeo le valió que luego Santos, al salir elegido con el apoyo más resignado que decidido de Uribe, dejara de seguir sus órdenes como una marioneta al estilo de Medvedev con Putin, que es lo que Uribe llama lealtad.
No creo que la reelección por una sola vez sea mala para Colombia, y antes creo que esta posibilidad debería extenderse a alcaldes y gobernadores. La reelección permite que a los gobiernos se les haga, mediante votación, lo que Karl Popper llamó “un juicio popular”. En un ensayo sobre la naturaleza de la democracia, Popper sostiene algunas ideas elementales muy interesantes. Primera, que “en ninguna parte gobierna el pueblo” sino que “en todas partes mandan los gobiernos”. Segunda, que lo que define si un gobierno es tiránico o democrático es si éste puede cambiarse a través del voto, o si ese cambio de gobierno sólo se puede hacer mediante la violencia. No importa el nombre que se le dé a un régimen (democracia, dictadura, dictablanda), lo que define su carácter libre o autoritario es si “es posible derrocar al Gobierno sin derramamiento de sangre por medio de una votación”, o si esto es imposible.
Las próximas elecciones, con Santos como candidato, y enfrentado a varias tendencias políticas que se le oponen (derecha, izquierda y extrema izquierda) serán, en palabras de Popper, “un día de juicio popular sobre la actividad del Gobierno”. Los partidarios de Uribe, los del Polo, los de la Marcha y la Unión Patriótica, intentarán que se destituya al Gobierno. Los que piensen que Santos no lo ha hecho tan mal, o quienes no crean que sus opositores lo puedan hacer mejor, votarán por él. Y como es probable que haya segunda vuelta, habrá coaliciones que se vayan con él o contra él. El número de votos dará el veredicto sobre el conjunto de una gestión que será aprobada o reprobada en muchos campos: política de paz, empleo, inflación, salud, vivienda, infraestructura, etc.
Cuando las votaciones se ven como un premio o un castigo pacíficos a una gestión de gobierno —destituir o confirmar al mandatario sin hacer uso de la violencia— la idea de democracia se aclara y se simplifica a la vez. Los partidos y sus representantes hacen unas propuestas y programas de gobierno. Estas se ensayan por mayoría, y por mayoría se confirman o se cambian. Si el voto no se compra ni se coacciona con violencia, el sistema es el menos malo que hasta ahora conocemos.
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