Uno quisiera pasar la página, olvidar para siempre a ese sujeto, sepultar su memoria muy hondo y echar cal sobre el foso, pero no es posible: el sujeto, y su legado, son tozudos. No pasa un día sin que se conozcan nuevas infamias de su administración. Y cuando pasa, él mismo se encarga de mantenerse vigente con su incansable y eficaz perorata.
Álvaro Uribe lo tuvo todo para empezar a cambiar la historia del país. Contó con un amplio respaldo popular, militar y político, los industriales lo veneraban, conocía mejor que nadie el territorio y los problemas nacionales (casi tanto como López Pumarejo), el Ejército le asestaba golpes contundentes a las Farc y el oro entraba a raudales a las arcas públicas por regalías mineras y privatización de servicios públicos. Para completar, el mundo atravesaba una etapa de empinado crecimiento económico.
Entonces Uribe cogió todas estas pepas de oro, las echó en el iracundo crisol de su soberbia, las asperjó con ríos de sangre, las atizó con los más bajos instintos de la nación y las convirtió en una montaña de escoria.
Al tiempo, se limpió las partes pudendas con la Constitución, rompió el frágil equilibrio de poderes de nuestra democracia, arruinó las relaciones con los vecinos y borró y ridiculizó a sus ministros como cualquier patriarca otoñal. Durante su administración se aumentó de manera alegre la cobertura de la educación, lo que empeoró la calidad de manera dramática; se degradó la profesión médica, se le entregó la salud a un grupo de mercachifles, se liberó el mercado de los medicamentos hasta convertirlos en los más caros del mundo, el capitolio se llenó de parapolíticos y se fijaron presiones y premios inmorales para los militares, una ocurrencia que desembocó en el horror de los falsos positivos.
Todo esto se hacía en aras de su bandera central, la “seguridad democrática”, una fábula que se nutría de triunfos reales sobre las Farc, sí, pero también de estadísticas amañadas y montaje de desmovilizaciones.
La mentira de las estadísticas de la administración Uribe acaba de ser puesta en evidencia por las cifras oficiales sobre el número de víctimas del conflicto en los últimos 28 años (1985-2013). Según la Unidad de Víctimas, en este periodo resultaron afectados de manera directa seis millones de personas, es decir, 216.000 personas al año. La cifra incluye violaciones, mutilaciones, desaparición forzada, homicidio, secuestro, desplazamiento, despojo de tierras y terrorismo. Al mirar la gráfica, noté que las barras eran muy altas en el periodo 2002-2010, ¡sumé las víctimas del intervalo y me dio un total de 3.504.000 víctimas! Es decir que durante estos ocho años hubo más víctimas que en los 20 años restantes, y se alcanzó el espeluznante promedio de 438.000 víctimas por año, más del doble del promedio anual del periodo 1985-2013. En sólo el 29% del tiempo, se produjo el 58% de las víctimas. Estas cifras fueron criminalmente ocultadas hasta la semana pasada, cuando su publicación pasó inadvertida gracias al sainete de las chuzadas.
Tres millones y medio de víctimas. La cifra se pronuncia en dos segundos pero el dolor de una mutilación, el dolor por la pérdida de la chagra, la vergüenza de la mendicidad en los semáforos y el trauma del estupro pueden durar toda una vida. 3.504.000 vidas, para ser exactos.
Es verdad que en 2002 no se podía ir a la finca, pero no es menos cierto que en 2010 ya era peligroso ir a la esquina.
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