Apenas terminando el domingo, Álvaro Uribe notificó, no al país que lo conoce bien sino a sus seguidores, que hasta ese instante llegaba la presunta jefatura de Óscar Iván Zuluaga, quien podrá continuar a su lado pero en el lugar que le corresponde, es decir, segundo suyo: minutos después de que su subalterno aceptara el resultado de la votación y felicitara a Santos, lo desautorizó.
Agazapado en su tierra, esperó a que los contendores terminaran sus intervenciones para asegurar exactamente lo contrario de Zuluaga, o sea, que la reelección de Santos no es legítima porque, según él, “hubo presión violenta de grupos terroristas sobre los electores”. Cómo sería de absurda la afirmación que hizo sin presentar un solo caso concreto que la misión de observadores de la OEA lo desmintió. Claro, sabemos que las opiniones de los demás le importan un pepino y, también, que su cinismo no tiene límites. Por eso señaló con pasmosa tranquilidad que “hubo compra de votos, violación de la Ley de Garantías, propaganda ilegal con dineros del Estado y con personajes que cumplen funciones públicas”, e indicó, sin sonrojo, que “¡debemos levantarnos en contra de la pedagogía del miedo convertida en política!”. ¿Perdón? ¿A quién se refería el exmandatario? ¿A Santos o a sí mismo y sus administraciones abusivas del poder?
Colombia padece de alzhéimer, pero no tanto para olvidar que en 2006, y particularmente en 2002, hubo “pedagogía política del miedo” como nunca. Y “presión violenta de grupos paramilitares sobre los electores”, “compra de votos, violación de la Ley de Garantías, propaganda ilegal con dineros del Estado y con funcionarios” como, por ejemplo, los consejeros Moreno, Gaviria y Arango, y los ministros Valencia, Pretelt y Palacios.
El uribismo, contagiado de las características de personalidad de su líder, denuncia, con una propiedad desconcertante, el espurio origen de los votos de los musas que favorecieron a Santos. Por supuesto que son espurios. No caeremos en la estupidez de negarlo. Pero están tan contaminados ahora como antes, cuando acompañaban a Uribe. No vamos tan lejos. La semana pasada apareció Uribe, en visita de campaña en Bucaramanga, con el honorable senador Mauricio Aguilar, hijo del excelentísimo condenado parapolítico Hugo Aguilar y hermano del gobernador Richard Aguilar, elegido por los dos anteriores. ¿Para qué y por qué? ¿Para garantizar la pureza del voto o para aprovechar el esquema pervertido de los ñoños? ¡Ay, la memoria selectiva cómo puede distorsionar las verdades! ¿Alguien ha podido borrar de la historia la yidispolítica o el uso de los dineros del Estado en los consejos comunitarios?
El otro día cayó en mis manos un texto sobre una enfermedad mental que no es fácil de detectar. La descripción del paciente: es encantador y carismático y su personalidad es magnética, por lo que genera mucha admiración. Puede ser excelente orador y acudir al lenguaje poético para hipnotizar a la audiencia. Tiene delirios de grandeza y siente que tiene derecho sobre posiciones y personas. Cree que es la autoridad absoluta. Se le dificulta controlar respuestas emotivas como la ira, la impaciencia o el enojo y arremete con rapidez contra los demás.
Actúa por fuera de las normas sociales y puede comportarse de manera escandalosa y sin medir las consecuencias. Es artista del engaño y la mentira, pero es muy convincente por su autoconfianza y firmeza. Suele ser líder, atraer personas más débiles que él, intoxicadas por su encanto. Es incapaz de sentir culpa y, por eso, puede hacer daño, amenazar y lastimar sin tener remordimientos y utilizar la aparente compasión para manipular a los otros. Y lo logra. El que sufre esta sintomatología se llama sociópata. Debería ser tratado como tal y no como jefe de la oposición. Digo yo.
Cecilia Orozco Tascón | Elespectador.com
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