Es el momento de advertir el despotismo, la intolerancia y el guerrerismo que encarna e iza Zuluaga.
Va a empezar el debate presidencial: “el siguiente programa –se advierte– puede contener escenas de sexo y de violencia y requiere la compañía de un adulto”. Treinta segundos después, a la izquierda y a la derecha según se mire, Santos sigue siendo Santos y Zuluaga sigue siendo Uribe. Y, mientras los dos candidatos que nos quedan formulan sus remedios a Colombia en esta entrevista de trabajo combinada con reality, tengo el terrible presentimiento de que no hay nada por hacer. Tendría que ser obvio a estas alturas del melodrama que, aun cuando tenga en contra sus faltas de estos cuatro años, Santos es de lejos el mejor para el empleo: el civilista que sí sabe de qué demonios está hablando. Sin embargo, la mitad más uno del país jura por Dios que su salvador es cualquiera que juegue al uribismo.
Zuluaga imita a Uribe: desde la universidad, según cuentan, ha sido este enigma que cobra vida cuando hace imitaciones. Zuluaga hoy es Zuluaga si es Uribe. Si manotea. Si pasa de la vehemencia a la intimidación. Si le lanza a Santos, como un deber, el peor insulto de esta campaña interminable: “con usted no se puede ser respetuoso”. Y en el fragor del debate se da el lujo de contestar cualquier pregunta con cualquier delirio como si su público sólo esperara, de él, el papelón del hijo de la provincia que a grito herido va a librarnos de nosotros mismos. Ya está: da miedo. Tendría que ser evidente que elegirlo es elegir una caricatura peligrosa. Pero los que están con él están con él. Y le celebran la ira. Y punto.
Su tono pendenciero me lleva de vuelta a las 6:15 p. m. del viernes 26 de febrero del 2010. Cuando, luego de un año en el borde de la dictadura, la Corte Constitucional tuvo el valor de confirmar que Uribe no podría reelegirse más. Yo sentí, apenas lo supe, lo que se siente cuando Colombia gana 5 a 0: esa risa hacia adentro. Ya era tarde, pero hacía sol. Porque era el fin, por fin, de esa nube cargada de violencia que nos seguía a los que no estábamos de acuerdo: adiós, Uribe, adiós. La historia del país no sería ya la defensa desalmada de la tierra de unos pocos, sino la defensa corajuda de esta democracia pendiente.
Pero acá está Zuluaga disfrazado de caudillo –de paisano pacificador, de única rama del poder– para el alivio de tantos televidentes.
Y mientras lo veo gritar su falso “dígale la verdad al país” con los dientes apretados, en este debate en el que su máscara se ha vuelto al fin su cara, sé que es el momento de advertir el despotismo, la intolerancia, el guerrerismo cómodo que encarna e iza. Es el momento de decir que este proceso de paz que cumple treinta años, y que aún espera la verdad de los paramilitares, es vital para un país donde los niños desmiembran a los perros “para practicar”. Es la hora de entender que la frase “aquí nunca pasa nada”, tan urbana, tan cínica, ofende a las 6’500.000 víctimas que ha dejado el conflicto en esa Colombia que queda en Colombia.
Quiera este país que gane Santos: en política es mejor arriar que atajar. Si sigue siendo presidente, si la gritería de Zuluaga deja oír el debate, Santos tendrá que probarle a la mitad menos uno de la población, con la consistencia que tanto le ha faltado, que ni el comunismo ni el terrorismo ni la corrupción se van a quedar con su país. Será reelegido por un electorado diferente al que lo eligió hace cuatro años: por las víctimas de la guerra, por la izquierda libre de sí misma, por una ciudadanía liberal que no anhela el poder, pues sabe que lo tiene. Pero tendrá la oportunidad histórica de probarnos a todos, los del uno y los del otro, que Colombia no requiere más la compañía de un adulto: que ya no necesita padrastros, sino presidentes. Y está harta de los gritos.
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Ricardo Silva Romero
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