Del colombiano del que se hablará cuando pase un siglo en este mundo será de él y probablemente de ningún otro
García Márquez no es poca cosa: un hombre que con la sola fuerza de su pluma logró convertir la historia de un pueblo del Caribe colombiano en el impresionante relato colectivo de una nación entera. Sus amores y sus odios, sus temores y sus fantasías, su certeza y su desesperanza. Si hay alguien que lograra en Colombia generar cohesión entre sus ciudadanos, mucho más allá de las pasiones momentáneas, fue él y nadie más. Y, de paso, como si eso no bastara y sobrara, dejó un legado literario para la humanidad entera.
En Zimbabue y en Tokio, en Nueva York y en La Habana, hay personas que han leído sobre un pequeño pueblo colombiano ficticio en el que la realidad se compagina con la fantasía a la sazón de una serie de palabras puestas una detrás de la otra con lirismo y fiereza únicos. Porque es eso de García Márquez, de poner a Colombia en el mapa y explicar la realidad que nos va llevando en un remolino a todos nosotros, lo que le agradecemos: ningún político, ningún oportunista mediático, ningún delincuente, ningún héroe de un día lograron lo que Gabo hizo ese lejano 1982 en el que los medios del mundo nombraban a Colombia, ya no por sus problemas endémicos y su esquizofrenia colectiva, sino por su literatura. La magia de fundir las palabras con la condición humana. Eso en lo que él fue un genio. Un monstruo. Un hombre diferente. Y fue ahí cuando García Márquez, ya por encima de lo concebible, leyó en la academia sueca “La soledad de América Latina”, un exquisito y profundo discurso de recepción del Nobel de Literatura que puso las cartas sobre la mesa en lo que a la geopolítica del mundo respecta. Él y nadie más. El hijo de un telegrafista de Aracataca, Colombia: la nada perdida en la mitad del mundo.
Mucho más allá de su legado literario, que durará imperturbable por los siglos de los siglos, quisiéramos también rescatar al ser humano que se escondió detrás de los libros. Esa personalidad imbatible que salió desde su natal Aracataca para enfrentar al mundo entero. Un hombre que, pese a su proverbial timidez, se abrió paso y logró hacerlo todo. Un hombre que aprovechó el hecho de estar vivo en este planeta: desde vivir en los prostíbulos costeños, alimentando su mente con historias, hasta atravesarse Europa en un tren con Julio Cortázar y Carlos Fuentes, hablando de la magia de la literatura. Todo. ¿Cómo le quedó tiempo para tanto a ese impresionante ser humano? Editoriales, notas ligeras, crónicas extensas, reportajes punzantes, dirección de revistas y escuelas de periodismo en las que él mismo participaba. Y más. Crítica de cine y guiones de películas y obras de teatro y actuación en piezas cinematográficas y escuelas de cine en las que él mismo participaba. Y más. Borracheras con amigos, tertulias con periodistas, peleas con escritores, reuniones humanas de las que él mismo era el anfitrión... Todo.
Una vida llena de contrastes en la que pudo experimentar lo que en su literatura se hizo claro: el hambre (tanta hambre), la desesperanza, el desprestigio, el frío, la soledad. Pero también la alegría y la embriaguez, el éxtasis y la fama. La holgura económica y la gloria. La inmortalidad. García Márquez nos deja una historia de un hombre que se comprometió con la vida hasta el límite. Nos deja el ejemplo del trabajo incansable que caracterizó su paso por el mundo para cumplir un sueño y dejarnos el testimonio de lo que es posible. Dio la vida por una causa.
Esta casa editorial, su casa por muchos años, llora hoy su muerte anunciada el jueves pasado. Ojalá, Gabo querido, que las estirpes condenadas a cien años de soledad tengamos por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
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