Hay que temer que en Colombia hayamos perdido la capacidad de comprender el dolor ajeno.
De intentar —siquiera— ponernos en los zapatos del otro. Que nos hayamos convertido en una sociedad en la que los ciudadanos son incapaces de respetarse y en donde un descuartizamiento se vuelve algo normal.
Debe indignarnos todo: tanto la sevicia de los criminales —algunos de ellos adolescentes apenas— como la indiferencia de quienes son testigos de la misma y se quedan callados. O lo que es peor: la justifican y aprueban. Desde el funcionario que asegura que una mujer fue abusada por vestirse provocativamente hasta quienes justifican un homicidio aduciendo que fue culpa de la víctima porque no era ‘ninguna perita en dulce’ o porque no estaba ‘recogiendo café’.
Tanto nos hemos acostumbrado en Colombia a sacar excusas para esta barbarie, que empezamos a verla como normal. No lo es. No es normal que se descuartice gente en Buenaventura o en Bogotá. Ni que masacren a campesinos. Ni que quemen a mujeres y hombres a la mejor usanza del medioevo.
Pero tampoco es normal —ni justo— que reduzcamos esta violencia a algo cotidiano o que hagamos de una joven asesinada brutalmente una simple ‘enmaletada’. Nada de eso: Tatiana Fandiño era una joven con sueños y aspiraciones que fue asesinada brutalmente y cuya muerte debe enlutarnos a todos. Que no lo haga puede que sea una muestra del nivel de indiferencia al que hemos llegado. No son ni ‘enmaletadas’ ni descuartizados y sus tragedias no son sólo suyas. ¿Acaso no deberíamos reconocer como una tragedia nacional que nos estemos matando de esta forma? ¿Un fracaso rotundo como sociedad?
Y hay que entender que no es suficiente con marchar o pedirle al Gobierno que aumente las penas y se llenen las prisiones con estos criminales. Los centros penitenciarios no pueden convertirse en el lugar para esconder nuestros problemas y hacer como si no existieran. No podemos esperar que los barrotes solucionen lo que como sociedad no hemos podido arreglar.
Lo primero es reconocer que esto no es normal y que, de alguna forma, todos tenemos la culpa de lo que está sucediendo.
Lo hemos repetido muchas veces en este espacio: estos sujetos no son enfermos sino miembros de una sociedad. El hecho es obvio: son criminales. Pero hay que preguntarse: ¿en qué tipo de hogares fueron criados? O, ¿cuál fue la educación que recibieron si es que lo hicieron? Las respuestas a estas preguntas nos pueden ayudar a comprender qué ha llevado a que en una sociedad como la nuestra se estén presentando casos tan aberrantes de violencia y si acaso en nuestras vidas hacemos algo que reproduzca esta locura colectiva.
De nada sirve marchar si en nuestros hogares no erradicamos aquello que reproduce esa violencia: el racismo, el clasismo, el machismo, la homofobia y otros tantos rezagos. De nada sirve marchar si en las calles somos violentos con el otro, si no lo reconocemos. Es una obviedad. Pero lastimosamente en Colombia hay que repetirlo hasta el hartazgo.
De nada nos sirve si no aprendemos que todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos. Si seguimos creyendo que todo gira a nuestro alrededor y el otro no merece ser escuchado ni interpelado, sino anulado. Porque en este país —aunque la gente pareciera no creerlo— se muere más por culpa de la intolerancia e indiferencia que por la avanzada violencia de los llamados ‘violentos’. Parafraseando el poema de John Donne: las campanas no doblan exclusivamente por los descuartizados de Buenaventura o los masacrados del sur de Bolívar o Tatiana Fandiño. Repican por todos nosotros
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