viernes, 8 de febrero de 2013

Si hiciéramos bien lo que hay que hacer…



Por: Patricia Lara Salive

Esta semana, mi amigo me presentó a su amigo Reinaldo Trujillo, un lustrabotas con pinta de viejo bondadoso, bumangués de 69 años, padre de ocho hijos, llamado por sus clientes Don Rey, quien, con su historia, me recordó a Gabriel García Márquez.
Don Rey, desde el 27 de abril de 1983, ocupa la esquina de la carrera 15 con calle 91 de Bogotá. Y es considerado el mejor brillador de zapatos de la zona. También le cuida su almacén al gerente de Tania, establecimiento enfrente del cual se sienta en su trono de lustrabotas a conversar con la gente y a ganarse la vida, siempre, de lunes a sábado, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde para, así, reunir más de los $900.000 mensuales que Marina Forero, su esposa de toda la vida, y él, necesitan para vivir.
Desde entonces, Don Rey no sólo ha embolado zapatos a la maravilla, sino que se ha convertido en el buen amigo de sus clientes, que oscilan entre el general Valencia Tovar, El Chinche Ulloa y los gerentes de banco, transeúntes y empleados de los alrededores, hasta las amas de casa que en bolsas le entregan los zapatos de la familia para recogerlos lustrados más tarde. Todos prefieren a Don Rey porque su trabajo lo hace perfecto.
Lo mismo dijo García Márquez que siempre había hecho él: en el homenaje que con motivo de sus 80 años se le brindó en Cartagena, cuando la Real Academia de la Lengua Española elevó Cien años de soledad a la categoría de El Quijote, Gabo afirmó que él jamás había pensado en ganarse el Premio Nobel, sino que se había limitado a levantarse temprano, y a escribir todos los días, de ocho de la mañana a dos de la tarde, en una lucha constante contra la hoja en blanco. Es decir, Gabo hizo siempre lo mismo que Don Rey, quien tampoco trabajó para ganarse un premio, como en efecto le llegó el 3 de septiembre de 2008.
Ocurrió que, un mes antes, un muchacho le pidió su cédula para sacarle una fotocopia. Era un sobrino de uno de sus mejores clientes, el general Angarita, quien había muerto el 22 de julio de ese año. Don Rey no le preguntó por qué se la pedía. Se la devolvió minutos después. Entonces sí quiso averiguarlo.
— Ya lo sabrá —le dijo el sobrino—. ¡Confíe!
Un par de semanas más tarde, el muchacho lo citó, para el martes siguiente, a las 11 de la mañana, en casa del general.
Ese día, muy puntual, llegó Don Rey al apartamento de los Angarita y se encontró con los tres celadores y la aseadora del edificio. La esposa del general les dijo que tenían que esperar al abogado. Éste les dijo que ellos habían sido buenos en su trabajo, que el general los había querido, que les había dejado algo y les entregó un sobre a cada uno. El de Don Rey contenía un cheque por 26 millones de pesos.
Feliz, se fue a su trono y se sentó a pensar qué hacer. Recordó entonces a uno de sus clientes, quien manejaba los depósitos a término de Davivienda, y le pidió que le hiciera uno por tres meses. El 3 de diciembre lo redimió y compró la casita con que él y Marina habían soñado, localizada en el barrio Alfonso López. Desde entonces viven ahí con dos de sus hijas y nietos.
Don Rey, igual que Gabo, tampoco hizo su trabajo para ganarse un legado. Sólo se limitó a hacerlo a diario. Y bien, sin descansar hasta dejarlo perfecto.
¿Cómo sería este país si todos hiciéramos lo mismo, y las carreteras no se desbarataran, y las obras se terminaran a tiempo, y las basuras las recogieran a conciencia, etc?
¡El Paraíso!


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