Un agudo editorial de un periódico chileno argumentaba, hace un par de meses, que, con el gobierno de Bachelet, Chile estaba tomando el rumbo de Brasil; que Brasil se encaminaba a lo que hoy es Argentina; que Argentina se estaba convirtiendo en una especie de Venezuela y que Venezuela, cada día más, adoptaba el modelo de Cuba. Infortunadamente, el artículo no daba su opinión de Colombia en un contexto, sin duda, muy pesimista del futuro de América Latina.
Si el editorialista mirara los indicadores de corto plazo tendría que decir que Colombia se encamina a alcanzar los logros de Chile de los últimos 20 años.
Porque, de lejos, el crecimiento del PIB será el más alto de la región —alrededor de un 5%— en tanto el de Chile no logrará el 2% y cifras similares o más bajas tendrán Brasil, Argentina y Venezuela. Por otro lado, la inflación en Colombia está controlada, el desempleo lleva muchos meses cayendo, una proporción mayor del nuevo empleo es formal, sin duda como consecuencia de la reducción de los costos laborales de la última reforma tributaria, y, aunque ha crecido el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, se ha logrado financiar inversión extranjera directa.
Según estos indicadores macroeconómicos de corto plazo, entonces, Colombia va bien. Las dudas surgen cuando nos preguntamos si la tasa de crecimiento del PIB la podremos subir a un 7-8% en forma sostenida durante, por lo menos, una década. Porque ese es el crecimiento que necesitamos para situarnos pronto en el grupo de los países de ingresos bajos y medios de la OCDE. Igualmente, tenemos que preguntarnos si, con lo que estamos haciendo, podremos distribuir mejor los frutos de dicho crecimiento, para disminuir en forma significativa la desigualdad.
Para alcanzar estas metas, sin embargo, no basta con manejar bien la macroeconomía. Hacen falta reformas estructurales que son difíciles de implementar porque exigen consumir mucho capital político del Gobierno y de su coalición de partidos.
En primer lugar, para crecer a tasas altas y mejorar la distribución del ingreso hay que elevar en forma dramática la calidad de la educación. Las pruebas PISA indican que es poco o nada lo que hemos avanzado en estos indicadores. Segundo, un crecimiento sostenido en la innovación se ve cada vez más lejos cuando se comprueba el caos institucional de Colciencias y el uso que se le están dando a los recursos de regalías para innovación, según argumentó Moisés Wasserman en su última columna de El Tiempo. Tercero, pese a los avances de los últimos meses, la informalidad laboral, medida como la población económicamente activa que no cotiza a la seguridad social, es aún cercana al 70%.
Cuarto, la fortaleza institucional del país deja mucho que desear, al constatarse los problemas de la justicia, el clientelismo y la falta de transparencia del Estado. Quinto, la infraestructura física sigue muy atrasada, aunque en este frente hay señales positivas con el nuevo modelo de concesiones de carreteras de cuarta generación. Sexto, aún no se ha cerrado el proceso de paz de La Habana y no sabemos los compromisos y tareas que traerá.
Cuando veamos progresos en estos frentes podremos decir que Colombia se aproxima al nivel de los países civilizados del mundo. Necesitamos un tablero de control para hacerle seguimiento a estos factores estructurales y no sólo a los indicadores macroeconómicos.
Santiago Montenegro | Elespectador.com
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